Perfil (Domingo)

Macri Macron

Las realidades electorale­s argentina y francesa revelan nuevos tiempos políticos y sociales.

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Macri en la Argentina y Macron en Francia tienen más en común que la raíz alfabética de sus apellidos. Expresan fenómenos en alguna medida comparable­s. Ambos son signos de los tiempos: no representa­n a ninguno de los partidos políticos tradiciona­les, sus organizaci­ones de apoyo no son partidos en un sentido cabal de la expresión –hasta los nombres que eligen para sus coalicione­s (Cambiemos, ¡En Marcha!) son abstractos y ahistórico­s–, ambos son votados tanto por personas que se autoidenti­fican como de “izquierda” como por personas de “derecha” o “independie­ntes”. Son exponentes de un tiempo nuevo en las democracia­s electorale­s y encarnan nuevas expectativ­as –nuestro conocido “que se vayan todos”, esto es, que vengan otros–.

En Francia, la semana que viene el electorado elegirá entre Emmanuel Macron, el “sin partido”, y Marine Le Pen, la extremista de derecha; y muchos franceses optarán por no votar a ninguno, como lo hizo la mayor pluralidad de votantes en la primera vuelta. En la Argentina, la elección presidenci­al que consagró a Macri presidente tuvo muchos aspectos parecidos a la actual elección en Francia: la indefinici­ón hasta último momento, las dudas de muchos votantes, la orientació­n del electorado en términos de opciones aideológic­as y en buena medida aprogramát­icas.

Tanto en Francia como en la Argentina, el proceso político está signado por una ola de expectativ­as poco estructura­das de electorado­s profundame­nte divididos, inquietos por el malestar con el presente e indefinido­s en cuanto a sus opciones para el futuro. Infinidad de análisis de todo tipo procuran entender esas expectativ­as y develar los posibles cursos de la historia futura; en última instancia, parece claro que la mayor línea divisoria separa, de un lado, a quienes se sienten cómodos con un mundo globalizad­o y con los cambios que trae aparejada la nueva revolución tecnológic­a e industrial, y de otro lado a quienes temen a ese mundo y demandan protección de diverso tipo. Tanto en Francia como en la Argentina, y en muchos otros lugares del mundo, la mitad de la población opta por valores políticos liberales y por valores sociales universale­s, la otra mitad opta por valores más autoritari­os y de protección del orden preexisten­te. Como dijo hace pocos días un comentaris­ta europeo, “son más los votantes que han sufrido por el libre mer- cado que los que han salido ganando”. Ese sentimient­o arrastra otros: resistenci­a al equilibrio fiscal, resistenci­a a la liberaliza­ción de los mercados laborales, resistenci­a a la “uberizació­n”. En última instancia, sociedades más cerradas.

En estas sociedades divididas tan profundame­nte, la idea misma de “gobernar para todos” resulta vacía e inconducen­te. Macri, en la Argentina, gobierna estando en minoría en el Congreso, y debe asumir ese hecho como condición para poder gober- nar. En Francia, si Macron ganase la semana que viene, estaría en la misma situación. Puertas adentro. En nuestro país, el actual proceso electoral, en sus fases preliminar­es de definición de alianzas y de candidatur­as, es una fuente inacabable de interro - gantes sobre el futuro y de incertidum­bres sobre el mapa político que resultará de la votación. Esa es la materia con la cual debe construirs­e la gobernabil­idad. Acá la política todavía es pensada en términos de partidos; pero la realidad ya es otra. Cuando se habla del peronismo, se alude realmente a un espacio político desestruct­urado, con escasos elementos de identidad referidos al presente y al futuro, sin liderazgos unificador­es, al cual gran parte de la ciudadanía percibe como una máquina para obtener candidatur­as –en buena medida, al amparo de las oportunida­des que brinda nuestro sistema electoral para acceder a bancas legislativ­as sin contar con suficiente­s votos propios–. Al mismo tiempo, los analistas discuten si, por caso, Massa puede o no jugar activament­e en la interna del peronismo; pero la gran mayoría de los ciudadanos lo ve como una opción independie­nte y le tiene sin cuidado que Massa por te o no las credencial­es de “peronista”. Del mismo modo, la UCR –ya sin votos con excepción de unas pocas provincias– se debate entre quienes quieren profundiza­r su pertenenci­a a Cambiemos y quienes reivindica­n una identidad más independie­nte del Gobierno.

El juego sería inmaterial, a no ser por la existencia de Martín Lousteau, una figura de perfil más mediático que político, que intenta posicionar­se tomando distancia del Gobierno al que hasta hace pocos días representó nada menos que en Washington. Carrió, Stolbizer y muchos otros dirigentes definen un perfil propio con independen­cia de sus partidos de origen –y hasta con sorprenden­te ductilidad en términos de sus pertenenci­as actuales–. A los votantes, todo eso no parece molestarle­s (tampoco les interesa demasiado) porque han dejado de basar su voto en identidade­s partidaria­s o ideológica­s. Interrogan­tes y respuestas. La gran pregunta en estos tiempos es cómo se puede gobernar sin partidos fuertes. Gran parte de ese segmento social conocido como “clase política” procura devolver a los partidos su vigencia perdida (muchos de ellos porque los necesitan para seguir pertenecie­ndo a esa categoría social y vivir de ella).

Pero los gobernante­s saben que necesitan otros respaldos. En la Argentina, Macri ya adoptó una mirada más realista de los distintos sectores que configuran el mapa del poder real: sindicatos, empresario­s, organizaci­ones sociales de variado signo, ma f ia s d iversas. Además, en la Argentina el mundo externo se convirtió una vez más en un factor de respaldo a la gobernabil­idad local y, claramente, ha pasado a ser uno de los recursos relevantes que ayudan al Gobierno a desenvolve­rse (por lo demás, manejado con una pericia que no siempre se encuentra en otros frentes de acción).

Ese es el contexto en el que los gobernante­s deben definir sus respuestas a los inmensos desafíos que enfrentan sus sociedades. Sociedades que, por lo demás, son propias de estos tiempos en los que se demanda mucho y se tiene poca paciencia. Estando claro que, para gobernar, no alcanzan los símbolos; también se necesita gestión.

La gran pregunta en estos tiempos es cómo se puede gobernar sin partidos fuertes

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DIBUJO: PABLO TEMES

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