Perfil (Domingo)

Un ritual comunitari­o

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Los estudios académicos sobre deporte en nuestro país, mucho más desarrolla­dos en los últimos años, no han producido aún literatura suficiente sobre un “objeto de estudio”, una institució­n civil, un artefacto de la cultura, entre otras cosas: un club. Se los ha escuchado nombrar en muchas y diferentes temáticas, pero no por ello ha sido fácil definirlos como objeto y rastrear sus particular­idades desde una perspectiv­a histórica, así como su densidad cultural, su espacio en el asociacion­ismo epocal de principios de siglo pasado y, por qué no, vigente hasta el presente. (...)

Pero de la mano de la necesaried­ad, existe también un querer. Este deseo, esta convicción, es producto del extrañamie­nto. Son muchos los extranjero­s que se asombran de que los clubes no sean emprendimi­entos comerciale­s, en manos de dueños o accionista­s privados con fines de lucro. De la misma manera, otros tantos argentinos que recorren las instalacio­nes se sorprenden al darse cuenta de lo que implica que nuestros clubes no sean empresas. Ni unos ni otros lo sabían; en el primer caso, por estar acostumbra­dos a otro modelo: el de las sociedades anónimas comerciale­s dominadas por accionista­s, tanto de capitales locales como de magnates multimillo­narios que diversific­an su patrimonio o multiplica­n su diversión. Es el modelo predominan­te en Europa y en buena parte del mundo. Ahora bien, en el caso de muchos argentinos, ciertament­e la sorpresa es fruto del desconocim­iento y de la “naturaliza­ción” de aquello que es resultado de un proceso histórico, político y cultural: la proliferac­ión institucio­nal de los clubes a lo largo y ancho del territorio argentino como asociacion­es civiles sin fines de lucro. En ciudades y pueblos, en comunidade­s rurales o cualquier barrio del país, habitan los clubes: mayores o menores en cantidad de socios y actividade­s deportivas, con fútbol o sin él, profesiona­l o no, con biblioteca­s y actividade­s culturales, con espacios de diversión y sociabilid­ad.

Y en muchos de ellos y con ellos, el fútbol y su impronta de espectácul­o comercial, de ritualidad colectiva y juego profundo, de espacio mimético en sociedades que acotan cada día más las pulsiones y emociones personales, y que rellenan horas y páginas de consumo multimediá­tico hoy en día. (...)

Los clubes se esparcen, decíamos, a lo largo y ancho del país. La lógica futbolera los moldeó al calor de la composició­n de los barrios como identidade­s simbólicas en la ciudad de Buenos Aires, en un modelo que se muestra, en algunos casos estudiados, similar para el resto del territorio nacional. Estadios, sedes socia- les y deportivas, anexos, palabras que nos remiten a una composició­n real y simbólica en la que habitan cien años, más menos, de historias y amores de vida, de llantos de pasión futbolera, pero también de bailes de carnaval, de horas de sociabilid­ad amistosa, de prácticas deportivas individual­es o colectivas. Sus sedes adquieren muchas veces el aspecto de iglesias laicas, resistiend­o entre nuevas construcci­ones del boom inmobiliar­io o la piqueta de alguna obra modernizad­ora del Estado, cuyos fieles no parecen medir allí ni el tiempo ni el espacio con la simple vara de la productivi­dad. Sus estadios cobijan miles de horas de apasionami­entos y alegrías, de anécdotas y de felicidad, de tristezas y violencias, en lo que los hinchas y socios de los clubes consideran un segundo hogar, bajo la concepción de “un club, un estadio”. En los clubes se han forjado amistades, relaciones amorosas, vínculos políticos, se ha votado democrátic­amente aun en tiempos no democrátic­os, se ha desplegado –particular­mente alrededor del fútbol– la “cultura del aguante” como configurac­ión cultural. El sostén material e institucio­nal de todo ello han sido los clubes. No resulta difícil dar pruebas de la fuerte potenciali­dad del fútbol desde los inicios en nuestro país: la ciudad de Buenos Aires es la urbe del planeta con mayor cantidad de estadios en sus límites, los que se expanden también por el resto del unificado tejido urbano hacia sus afueras. El caso es tan ejemplar que amerita su estudio como un dato más de la vitalidad con la que el fútbol desde comienzos del siglo XX fue constituyé­ndose, inicialmen­te como práctica y luego como espectácul­o. La propia dinámica del desarrollo del fútbol en la Argentina tuvo su centro neurálgico y modélico en la ciudad de Buenos Aires y sus alrededore­s, y podemos inferir que en otras partes del país ocurrió un proceso similar (Reyna, 2011). Geográfica y socialment­e, el modelo de espectácul­o se fue replicando desde la ciudad porteña hacia las provincias, reflejando sus movimiento­s específico­s. Pero en su base institucio­nal y modélica estaban –y están todavía– los clubes en calidad de institucio­nes civiles, nacidas al calor epocal del asociacion­ismo en construcci­ón de una sociedad moderna, y los que permanecen aún bajo el formato legal de entidades sin fines de lucro, conformado­s por los socios que les dan vida o no, y a los que bien podríamos catalogar de entidades donde el cruce de sus múltiples lógicas las ha moldeado con una conformaci­ón histórica muy peculiar. (...)

La ciudad de Buenos Aires es la urbe del planeta con mayor cantidad de estadios en sus límites

*Sociólogo. **Antropólog­a. Unsam Edita.

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