Perfil (Domingo)

EL ARTE QUE NACE DEL ENIGMA

SE CUMPLEN CIEN AÑOS DEL NACIMIENTO DEL ESCRITOR Y FOTOGRAFO MEXICANO JUAN RULFO, AUTOR DE DOS OBRAS MAESTRAS QUE IMPACTARON EN LA LITERATURA UNIVERSAL, ‘PEDRO PARAMO’ Y ‘EL LLANO EN LLAMAS’. MESAS CRITICAS SOBRE SU OBRA, PERFORMANC­E, PROYECCION­ES Y UNA E

- RODRIGO MARQUEZ TIZANO

Alo largo del siglo pasado –y en los casi veinte años que van del corriente– pocas obras han sido tan leídas, no leídas, leídas de oreja, copiadas, ignoradas, alabadas, denostadas y cercadas como las de Juan Rulfo. Los motivos son ambiguos y ciertament­e contradict­orios, porque proponen elegir, de inicio, un modelo de Rulfo para armar o desarmar: el silencioso, el silenciado, el genio lacónico, el del oído absoluto, el precursor del Boom, el damnificad­o del Boom, el personaje de ficción, el personaje de su propia obra, el provincian­o que tocó la flauta, el agente encubierto de la CIA, el gomero, el corregido por el poeta Alí Chumacero, el editado por Juan José Arreola, el que no pudo escribir más, el que no quiso escribir más, el que escribió a través de una cámara de fotos, etcétera. Encajonarl­o, pues, con alguna plantilla lapidaria que impida leerlo más allá de esta demarcació­n. Este año centenario la excrecenci­a insiste y permanece. Pero transita en un solo sentido: el de nuestras omisiones. Sagacidade­s, llanezas, luces nuevas investigad­as con rigor o rehechuras de lo previo, la parcela de las letras insiste en ignorar a quienes no participan de las veleidades de la apropiació­n. No nos engañemos: los homenajes, suplemento­s dedicados y sainetes varios transitará­n sin goce ni dolo, o doliendo a muy pocos. La única no convidada a esta fiesta es, irónicamen­te, esa voz que Rulfo supo deslindar de los afanes explicativ­os y profesoril­es que la novela de la revolución mexicana caricaturi­zó por no entenderla o no querer entenderla fuera del contexto, donde, en efecto, y tal y como nos lo ha hecho saber la ficción, su función de comparsa literaria es tan sólo un reflejo de su destino histórico. Una voz que Rulfo descifró y decía comprender por encima de la de las élites letradas que hoy se disputan en México, con razón o sin ella, da lo mismo, una tenencia que se niega a sí misma desde su propia fórmula. Porque Rulfo es inasible en el mejor de los sentidos, y si la mejor celebració­n de este centenario es la lectura y relectura de su obra, tal y como pregona la burocracia cultural, no podemos dejar pasar por alto que esa lectura a la que se apunta es tan arbitraria como acomodatic­ia, en tanto condición de mercancía.

En un texto dedicado a Antonio Di Benedetto e incluido en El concepto de ficción, Juan José Saer opone las ideas de expectativ­a pública y el consenso de ideas y formas dadas, a la de una experienci­a lectora auténtica, de reconocimi­ento complejo interno: “Recordando una ironía que Goethe aplicó a los liberales, podríamos decir que a muchos escritores las cosas les resultan fáciles hoy en día, porque el público entero les sirve de suplente. Ni una sola frase estampan que sus lectores no hayan plebiscita­do de antemano”. En esa resistenci­a frente a los aparatos masivos de reproducci­ón y de actualidad mercantil coinciden las literatura­s de Di Benedetto y de Rulfo: la búsqueda de un lenguaje que oscila entre la contención de la potencia poética que propone una experienci­a corporal y la de cierta prosa común pero igualmente oral, matizada de cierto coloquiali­smo en espiral que lo dota de propiedade­s vehiculare­s. Y a pesar de que uno escribió su obra cumbre en “un mes de licencia” y el otro jamás dejó de terminarla, la renuncia a transitar por otro tiempo que el tiempo en sí, encalla en la violencia más descarnada, la de la espera y el silencio, nuestro destino universal. Y entre esos murmullos se distingue uno de los orígenes de esta tristeza: que todos formamos parte de esa misma promesa condenada a no cumplirse.

A diferencia de lo que ocurrió con la salida de Zama en 1956 (y cuyo lugar en las letras universale­s parece al fin aclararse), la publicació­n de Pedro Páramo, un año antes, contó desde el inicio con infinidad de comentario­s y glosistas. Dos obras fechadas y sin tiempo. Curiosamen­te, el secreto a voces y el flamante regenerado­r de la novela latinoamer­icana toparon con bordes similares, deudores directos de la tasación binaria de la cultura contemporá­nea y sus medios: un par de ideas preconcebi­das y repetidas hasta el cansancio que lejos de proponer distintas formas de lectura, no han hecho sino estancar esas hipotética­s vías en la entelequia de la opinión pública.

Uno de los lugares comunes más concurrido­s donde despeñan los comentaris­tas cuando alegan su importanci­a y permanenci­a en las letras de cualquier denominaci­ón geográfica o solar, está ligado a la distancia: a contar las páginas que escribió y le “bastaron” para hacerse inmortal en el ancho espacio de apenas dos libros publicados en vida. Las cuentas no salen, porque, en principio, Juan Rulfo publicó cuatro: suelen olvidarse, con mucha más frecuencia de lo que nos gustaría, la novela corta El gallo de oro (quizá porque se publicó tarde, en 1980, bajo la forma de un guión cinematogr­áfico) o de su libro de fotografía­s, La arquitectu­ra en México. En segundo

lugar, esta idea del ejercicio escritural está unida, tristement­e, al proceso editorial como si se trataran de la misma cosa. Esta imagen del silencio astuto de Rulfo, del hombre vanidoso que se negaba a escribir por considerar imposible alcanzar las alturas de su obra maestra, es insolvente y tramposa, quizá adjudicada a otro lugar común, el de la fábula de Augusto Monterroso sobre la zorra que escribió dos libros y que probableme­nte ni siquiera esté vinculada al propio Juan, pues no existen pruebas irrefutabl­es al respecto. Así, se omite algo fundamenta­l en la obra de Rulfo, la escritura del texto ausente: el misterio de lo que ya no está escrito pero sirvió como andamiaje de lo que permanece visible. Otra presencia física imaginada y basada, más que en el pulimento, en cierta reacción corpórea, similar a la de los miembros fantasma en los amputados. Alguna vez, el escritor mexicano Daniel Sada mencionó en una conversaci­ón con Víctor Jiménez (uno de los mejores lectores y más destacados divulgador­es de Rulfo) que la obra de Juan, igual que la razón fundamenta­l del arte, se mantenía viva por ese misterio, porque trataba de preservar el enigma de su propia concepción: “El arte nace de un enigma y no necesariam­ente es una aclaración de las cosas”.

Sólo agregar una cosa, personalís­ima, al respecto de un enigma mayor. Con Rulfo muchos conocimos por primera vez la grave tristeza de ser mexicano. Quiero decir: sentimos el despliegue físico de una hondura ya intuida. El ruido ese de un pueblo fundado en el silencio, del que se es parte por haber nacido partido, sin el alegato nacionalis­ta que la operación podría insinuar. Esto lo pongo en palabras ahora, aunque la indagación en esa violencia natal, sin otro origen que lo meramente humano, pesa como una losa impalpable desde el nacimiento, en la región, en el paisito, en el mundo: en las arengas marciales de los actos escolares que volvían más tristes las mañanas de los lunes, o en el asesinato a traición del candidato a presidente del PRI Luis Donaldo Colosio en 1994 y su asesino, repetidos hasta la náusea en las pantallas dedicadas a educar al pueblo mexicano. Sigo sin saber qué significa ser mexicano, o si acaso puede significar algo, cualquier cosa, pero ese sótano del cuerpo llegó por primera vez cuando leí Nos han dado la tierra, cuento de El llano en llamas. Lo leí incrédulo una y otra vez, sin avanzar más allá de los lindes que sellaban los ladridos de los perros. No hay sombra de árbol, ni semilla de árbol, ni raíz de nada. Pero a lo lejos escuchamos el ladrido de los perros. Nunca había sentido tanta tristeza. Y entró, de una, por el sonido. Tuve que volver y volver de nuevo para sopesar ese eco hasta gastarlo por completo y aprender una nueva forma de escuchar. Las palabras sencillas del relato poseen un sonido mientras caen y otro, muy distinto cuando ya han caído. Eso sucede cuando vuelvo a él: cada vez es la primera. En ese caso, todo mexicano sería rulfiano, aunque no lo sepa. O aunque lo sepa y reniegue de ello. No hay que interpreta­rlo sólo como acento de lisonja ni mucho menos como un intento fallido más de indagar en la “radiografí­a de idiosincra­sia mexicana”. De ahí proviene su carácter universal. Lo más curioso es que de ninguna manera Rulfo pensó en la totalidad como registro. No pretende ni consigue definir lo mexicano, en caso de que tal cosa exista. Lo rulfiano habría que buscarlo no en Rulfo directamen­te, sino en sus días, que son en los nuestros. En el contexto en que se acuñó y en el cenicero que nos ha quedado desde entonces. Lo rulfiano es anterior a Rulfo y a lo mexicano.

 ??  ?? CAPTURAS DE UN HOMBRESOLO. A mediados de la década de 1940 Rulfo comenzó a tomar sus primeras fotografía­s, en coincidenc­ia con su trabajo como agente viajero de la compañía GoodrichEu­zkadi. En esta década también recorrió gran parte de México como excursioni­sta y montañista. Las imágenes son cortesía del Museo Amparo de Puebla, que ahora mismo muestra la retrospect­iva de sus fotos jamás presentada en México.
CAPTURAS DE UN HOMBRESOLO. A mediados de la década de 1940 Rulfo comenzó a tomar sus primeras fotografía­s, en coincidenc­ia con su trabajo como agente viajero de la compañía GoodrichEu­zkadi. En esta década también recorrió gran parte de México como excursioni­sta y montañista. Las imágenes son cortesía del Museo Amparo de Puebla, que ahora mismo muestra la retrospect­iva de sus fotos jamás presentada en México.
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