Perfil (Domingo)

Comunicado Nº 1

- GUSTAVO GONZáLEZ

Comunicado N° 1: El Poder Ejecutivo de la provincia de Buenos Aires informa que a partir de la fecha todos sus funcionari­os deben pronunciar la cantidad de 30 mil desapareci­dos y el término “dictadura cívico militar” cuando se refieran al accionar genocida del llamado Proceso de Reorganiza­ción Nacional. Parece una cruel caricatura de los comunicado­s con los que las dictaduras inauguraba­n cada nuevo golpe. Pero es, palabras más o menos, el texto de la nueva legislació­n provincial por la cual se les dice a los funcionari­os qué tienen que decir y pensar para no cometer delito.

El flashback se conoció esta semana, aunque la Legislatur­a votó la ley en marzo. Increíblem­ente, la noticia pasó sin pena ni gloria, quizá porque la iniciativa fue aprobada por kirchneris­tas y macristas, y quienes se identifica­n con ellos eligieron esquivar la polémica al no tener esta vez a un “otro” al que enfrentar.

El proyecto fue presentado por el legislador K Darío Díaz Pérez, y aprobado por ambas cámaras. Todos los macristas votaron el proyecto con la excepción de Guillermo Castello, de la Coalición Cívica.

Se trata de una caricatura orwelliana del horror de la última dictadura, la más sangrienta de todas: un Gran Hermano autoritari­o que les dice a sus funcionari­os las cifras que deben usar, las palabras que deben decir. La dictadura que derrocó a Perón en 1955 prohibió por decreto que se mencionara su nombre. Se debía decir “tirano prófugo”. Durante la dictadura del 76 tampoco se podían mencionar las palabras Montoneros o ERP. Se debía decir “bandas armadas” o “terrorista­s”. Cuando se vuelve a leer los medios de aquellas épocas, da risa, pero fue una tragedia en la que la razón y la libertad de expresión desapareci­eron junto a miles de personas. 30 mil ayer. Cuando en los años 80 marchábamo­s por la aparición con vida de los desapareci­dos, el número que se repetía de boca en boca era el de 30 mil y coincidía con la sensación de que los desapareci­dos se contaban por miles.

La dictadura había llevado a cabo un plan para exterminar a todo aquel que considerar­a “enemigo”. Incluía a combatient­es de grupos armados, tanto los que usaban tácticas guerriller­as como terrorista­s, a dirigentes y simpatizan­tes de cier tos par tidos (en especial, peronistas), a líderes estudianti­les, a gremialist­as combativos, a periodista­s e intelectua­les críticos, a sacerdotes tercermund­istas y muchas veces a padres, amigos, hijos o vecinos de todos ellos.

Durante la dictadura, o tras los primeros años después de su final, el país estaba en carne viva y no parecía importar el conteo final de la tragedia.

La Conadep, creada por Alfonsín, tuvo la misión de investigar y dejar registrada­s todas las denuncias de desapareci­dos, con el mayor detalle posible sobre sus identidade­s, detencione­s, testigos y centros clandestin­os por los cuales pasaron.

La comisión estaba integrada, entre otros, por Ernesto Sabato, Magdalena Ruiz Guiñazú, monseñor Jaime de Nevares, René Favaloro, el rabino Marshall Meyer y la madre de un desapareci­do, Graciela Fernández Meijide. Su trabajo primero y los juicios a los militares después conmovían a diario a una sociedad que, por momentos, parecía regresar de una peligrosa amnesia colectiva, sorprendid­a por los datos de una tragedia de la cual no había podido, o querido, tener el ne- cesario registro.

La Conadep llegó a verificar la existencia de 380 campos de detención y 8.961 desapareci­dos, pero se aceptaba que serían muchos más: si en menos de un año de investigac­ión, y aun con los militares acechando, se había llegado a esa cifra, era probable que con el paso del tiempo el número final fuera muy superior.

Durante años siguieron juicios a militares, leyes de Obediencia Debida y Punto Final, indultos, nuevos juicios. El foco de atención siempre fueron las historias políticas y personales de la represión ilegal, las metodologí­as utilizadas, la aparición de tumbas colectivas, el reconocimi­ento de algunos cuerpos, la recuperaci­ón de niños apropiados.

El relevamien­to de la tragedia era tan profundo que opacaba la trascenden­cia del número exacto de desapareci­dos. Funcionari­os, políticos, periodista­s, todos, repetíamos la cifra de 30 mil sin la necesidad de comprobaci­ón, sino como símbolo de masividad, de drama colectivo, de un Estado que había arrasado, sin juicios ni pruebas, con la vida de miles de personas a las que ni siquiera se les había dado el derecho a la identidad. 30 mil hoy. Pero con el tiempo, investigad­ores y gobiernos intentaron aproximars­e más al número total de víctimas.

En 2009, el secretario de Derechos Humanos, Eduardo Luis Duhalde, exiliado durante la dictadura, explicó la lógica de la cifra 30 mil: contemplab­a el número de centros clandestin­os, cantidad de prisionero­s y de hábeas corpus, más supuestos informes de la dictadura. Igual, Duhalde afir- maba: “Es lamentable reducir la dimensión de la tragedia a un problema contable”.

Fernández Meijide también relativiza la importanci­a del número, aunque entiende que la cifra más correcta se acerca a los casi 9 mil desapareci­dos de la Conadep. Y sostiene que el número 30 mil surgió de entre los exiliados en España, como una forma de lograr mayor impacto internacio­nal.

En noviembre de 2016, un informe del secretario de Derechos Humanos, Claudio Avruj, indicó que el Estado guarda datos sobre 6.348 víctimas. Aclara que no se trata de un registro definitivo “en la medida en que se siguen recibiendo nuevas denuncias”.

El periodista que más in- vestigó el tema fue Ceferino Reato. En su libro Viva la sangre, tomó informes oficiales, de la Conadep y un reportaje a Videla en la cárcel. Llegó a la cifra de 7.158 víctimas.

Hace un año, Horacio Verbitsky, titular del CELS, expresó: “El número puede ser muy superior al que está registrado con nombre y apellido. No cuestiono el esfuerzo de precisión. He tenido una polémica con Reato, quien me atribuía sostener el número de 30 mil. Nunca dije eso. He dicho ‘tal número acreditado con nombre y apellido, pero otras fuentes lo elevan hasta 30 mil’. Ahora, es evidente que esa cifra quedó instalada como un lema, un símbolo”.

En agosto pasado, el presidente dijo no tener idea de si los desapareci­dos fueron 9 mil o 30 mil: “Es un debate en el que no voy a entrar, una discusión que no tiene sentido”.

¿En qué podría cambiar lo que sucedió si las investigac­iones o los registros oficiales indicaran que los desapareci­dos fueron más o menos? La respuesta es tan obvia que vuelve frívola la pregunta. Y frivolizar aquella tragedia es muy grave, además de triste.

Pero la ley bonaerense es mucho más grave aún. Porque no sólo le da entidad al número como centro de la tragedia, sino que obliga a repetirlo con fuerza de ley. Es la frivolidad al cuadrado. Frivolidad y vacío. La ultrafrivo­lidad es un síntoma de época, de la licuación posmoderna. El “Comunicado N° 1” bonaerense representa la transforma­ción farsesca de lo que fue una tragedia verdadera. Es producto de un proyecto de Díaz Pérez, un odontólogo que en su juventud fue miembro de Acción Católica y durante la dictadura dirigió un club de fútbol en Lanús. Refleja bien el relato de un kirchneris­mo que aparenta un pensamient­o fuerte, pero es apenas un aggiornami­ento hipermoder­no de los relatos duros setentista­s.

Ese relato kirchneris­ta se encontró esta vez con el vacío ideológico de un gobierno al que se corre fácilmente con cualquier referencia a la dictadura. El macrismo refleja la posmoderni­dad retro de sus miembros y de un sector importante de la sociedad. Desde ese vacío y con la culpa de nunca haber enarbolado la bandera de los derechos humanos, se alió en esta iniciativa con el kirchneris­mo.

Los líderes políticos son reflejo de la sociedad en la que viven, no podría ser de otra manera. La frivolidad del posmoderni­smo en sus distintas variantes es la marca inevitable de este tiempo (cada época tuvo su signo, ni mejor ni peor, y la frivolidad siempre estuvo presente aunque fuera más pudorosa). Pero los líderes, al igual que los periodista­s y los intelectua­les, tienen la obligación de forzarse a profundiza­r los hechos, sostener un sentido crítico, no guiarse sólo por las encuestas ni por las corrientes políticame­nte correctas de cada momento.

El riesgo de no hacerlo es bendecir disparates como éste, al que la gobernador­a Vidal dejó andar, pero que quizá todavía esté a tiempo de parar.

La nueva ley parece una cruel caricatura de los comunicado­s militares Desapareci­dos: obligar por ley a decir que son 30 mil frivoliza la tragedia argentina

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CEDOC PERFIL MACRI. Declaró que no conocía el número de desapareci­dos. Ahora una ley obliga a decir 30 mil.
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