La memoria remite al pasado, pero se conjuga en presente
Un grupo de becarios doctorales del Conicet analiza las polémicas sobre el alcance que tuvo el terrorismo de Estado, que parecen haberse beneficiado de un “momento propicio” a esos cuestionamientos.
La palabra “memoria” remite inmediatamente al pasado. No obstante, la memoria se conjuga siempre en tiempo presente.
En los últimos meses, una serie de intervenciones de diversos actores públicos sugirieron, más o menos explícitamente, la necesidad de revisar el alcance que el terrorismo de Estado tuvo en Argentina. “No se trató de ‘un plan sistemático’ ni de un plan para desaparecer personas (…) Fue una reacción desmedida combatiendo un plan de toma del poder concretamente”, llegó a asegurar en un programa televisivo de gran audiencia el ex militar carapintada y actual titular de la Aduana Juan José Gómez Centurión. Fue, acaso, la formulación más extrema, o al menos la más resonante, de una cadena de argumentaciones que parece haber encontrado un (nuevo) momento propicio para desplegarse.
Hay un refrán muy conocido que asegura que del dicho al hecho hay un largo trecho. Reconocer esa distancia no implica, sin embargo, perder de vista que lo que se dice contribuye de modo decisivo a crear el marco en el que hacer o no ciertas cosas es considerado posible. La reciente decisión de la Corte Suprema de otorgar a los criminales de lesa humanidad el beneficio del 2x1, que iguala la violencia masiva perpetrada a través del aparato del Estado con los crímenes comunes, no puede interpretarse por fuera de este marco discursivo.
Han pasado 41 años desde que el 24 de marzo de 1976
las Fuerzas Armadas, con el apoyo de los grandes grupos empresariales y el consenso de un sector significativo de la población, tomaron el poder. Somos parte de una generación que tiene la fortuna de no haber sufrido las dictaduras en carne propia. Una generación nacida en democracia, y convencida de la total ilegitimidad de un proyecto represivo que terminó con la vida de miles de personas. Somos, también, investigadores especializados en los estudios sobre historia reciente. Frente a la multiplicación de las opiniones, defendemos el valor de las fuentes y el rigor interpretativo. Es desde esta doble condición que queremos rechazar los argumentos que niegan el terrorismo de Estado y que, con ello, abonan el terreno para la impunidad de sus responsables.
¿Hubo o no una guerra en la Argentina de los años 70? ¿Es correcto hablar de terrorismo de Estado? ¿Es posible conocer la cifra efectiva de desaparecidos? ¿Tuvo la sociedad algún tipo de responsabilidad en lo sucedido? Contra la numerosa evidencia acumulada a partir del retor no democrático, el debate público sobre el gobierno militar de los años 1976-1983 parece repetirse. Sin emba rgo, y a pesar de la seriedad que sus propios protagonistas insisten en otorgarle, esa querella se monta sobre argumentos jurídica e históricamente obsoletos. La memoria de la violencia represiva de los años 70 requiere hacerse preguntas más complejas y menos tendenciosas. Preguntas que, en definitiva, atañen a nuestro presente. La guerra siempre.
¿Cuándo, cómo y por qué surgió la idea de que en la Argentina de los años 70 hubo una guerra? ¿Quiénes estuvieron detrás de su elaboración? ¿Quiénes se la apropiaron y con qué objetivos? ¿Cuáles son los usos que se pueden hacer de esa idea en nuestros días?
El paradigma de la “guerra” fue elaborado por el propio actor militar en los inicios del terrorismo de Estado. A mediados de la década del 70, en el filo del golpe de Estado de marzo de 1976, las Fuerzas Armadas procesaron una
coyuntura social de conflictividad interna, violencia política y represión legal y clandestina a la luz de la doctrina contrainsurgente que habían desarrollado desde los años finales de la década del 50. En base a esa teoría, los altos mandos militares concluyeron que nuestro país se había convertido en el escenario de una guerra iniciada por lo que denominaron la “subversión”. Cualquier tipo de expresión política, cultural y/o social alternativa fue lisa y llanamente definida como parte de un “enemigo interno”, categoría que incluyó desde estudiantes y militantes barriales y sindicales hasta los miembros de las organizaciones político-militares. Así, la represión sistemática tanto pública como especialmente clandestina que sobrevino con el inicio del autodenominado “Proceso de Reorganización Nacional” fue presentada como una acción de combate contrainsurgente.
A partir de 1983, ese paradigma devino en el eje articulador de la defensa castrense tanto dentro como fuera de los tribunales de Justicia. En el plano de la Justicia, la idea del conflicto bélico permitió a las Fuerzas Armadas obviar la utilización que habían hecho del aparato estatal con el fin de exterminar a un sector de la sociedad civil y presentar, en cambio, los crímenes cometidos como meros actos de servicio. En el plano de la memoria del pasado reciente, ese argumento fue recuperado por diversos actores públicos con el objetivo de negar la realidad del terror ismo de Estado. Por consiguiente, frente a la acusación jurídica y pública por haber cometido crímenes de lesa humanidad, la estrategia del actor militar se centró en reivindicar contra todo fundamento su lec- tura particular, en la que un momento histórico de enorme ebullición social fue catalogado como una guerra que las Fuerzas Armadas debían emprender contra una parte de su propia población.
La “guerra contra la subversión” es, en otras palabras, la manera en la que esas Fuerzas Armadas denominaron al terrorismo de Estado. Es imposible, en consecuencia, posicionarse desde este marco interpretativo sin adscribir a una ideología que tiene como objetivo último suprimir la posibilidad misma de revisar la violencia estatal de los años 70 en su carácter fundamental de represión sistemática y masacre planificada.
La cifra y la verdad histórica.
En una entrevista radial realizada durante el mes de enero de 2016, el entonces ministro de Cultura de la Ciudad Autónoma de Buenos Aires Darío Lopérfido afirmó que “en Argentina no hubo 30 mil desaparecidos”, sino que esa cifra había sido “arreglada en una mesa cerrada” por miembros de los organismos de derechos humanos locales con la finalidad de obtener subsidios del Estado.
Quienes hoy afirman que los desaparecidos no fueron 30 mil insisten en la impor- tancia de la cifra “real” en defensa de una supuesta “verdad histórica” que se estaría deformando. Una “verdad” que, a la luz de sus argumentos, es de naturaleza exclusivamente cuantitativa: es imperioso establecer una cifra definitiva que permita conocer de una vez y para siempre la “realidad” de lo acontecido durante la dictadura. Frente a este requerimiento cabe ante todo una sencilla pregunta: ¿es posible establecer una cifra definitiva de la masacre dictatorial? Tanto desde el campo histórico como desde el jurídico se han producido numerosas investigaciones que demuestran que durante la dictadura el grueso de la represión estatal fue ejercido de forma clandestina, con una metodología que privilegió el ocultamiento de los procedimientos realizados, convirtiendo las detenciones en secuestros ilegales, y a los detenidos en desaparecidos. Preguntarse por la cifra efectiva de personas que atravesaron esta condición obliga a enfrentarse a una estrategia represiva según la cual el destino final de los capturados no se definía sobre la base de las disposi-
La represión sistemática, tanto la pública como especialmente la clandestina, fue presentada como una acción de combate contrainsurgente