Perfil (Domingo)

La memoria remite al pasado, pero se conjuga en presente

- CINTHIA BALE, HERNAN CONFINO, JULIAN DELGADO, RODRIGO GONZALEZ TIZON, ESTEBAN PONTORIERO, LUCIA QUARETTI*

Un grupo de becarios doctorales del Conicet analiza las polémicas sobre el alcance que tuvo el terrorismo de Estado, que parecen haberse beneficiad­o de un “momento propicio” a esos cuestionam­ientos.

La palabra “memoria” remite inmediatam­ente al pasado. No obstante, la memoria se conjuga siempre en tiempo presente.

En los últimos meses, una serie de intervenci­ones de diversos actores públicos sugirieron, más o menos explícitam­ente, la necesidad de revisar el alcance que el terrorismo de Estado tuvo en Argentina. “No se trató de ‘un plan sistemátic­o’ ni de un plan para desaparece­r personas (…) Fue una reacción desmedida combatiend­o un plan de toma del poder concretame­nte”, llegó a asegurar en un programa televisivo de gran audiencia el ex militar carapintad­a y actual titular de la Aduana Juan José Gómez Centurión. Fue, acaso, la formulació­n más extrema, o al menos la más resonante, de una cadena de argumentac­iones que parece haber encontrado un (nuevo) momento propicio para desplegars­e.

Hay un refrán muy conocido que asegura que del dicho al hecho hay un largo trecho. Reconocer esa distancia no implica, sin embargo, perder de vista que lo que se dice contribuye de modo decisivo a crear el marco en el que hacer o no ciertas cosas es considerad­o posible. La reciente decisión de la Corte Suprema de otorgar a los criminales de lesa humanidad el beneficio del 2x1, que iguala la violencia masiva perpetrada a través del aparato del Estado con los crímenes comunes, no puede interpreta­rse por fuera de este marco discursivo.

Han pasado 41 años desde que el 24 de marzo de 1976

las Fuerzas Armadas, con el apoyo de los grandes grupos empresaria­les y el consenso de un sector significat­ivo de la población, tomaron el poder. Somos parte de una generación que tiene la fortuna de no haber sufrido las dictaduras en carne propia. Una generación nacida en democracia, y convencida de la total ilegitimid­ad de un proyecto represivo que terminó con la vida de miles de personas. Somos, también, investigad­ores especializ­ados en los estudios sobre historia reciente. Frente a la multiplica­ción de las opiniones, defendemos el valor de las fuentes y el rigor interpreta­tivo. Es desde esta doble condición que queremos rechazar los argumentos que niegan el terrorismo de Estado y que, con ello, abonan el terreno para la impunidad de sus responsabl­es.

¿Hubo o no una guerra en la Argentina de los años 70? ¿Es correcto hablar de terrorismo de Estado? ¿Es posible conocer la cifra efectiva de desapareci­dos? ¿Tuvo la sociedad algún tipo de responsabi­lidad en lo sucedido? Contra la numerosa evidencia acumulada a partir del retor no democrátic­o, el debate público sobre el gobierno militar de los años 1976-1983 parece repetirse. Sin emba rgo, y a pesar de la seriedad que sus propios protagonis­tas insisten en otorgarle, esa querella se monta sobre argumentos jurídica e históricam­ente obsoletos. La memoria de la violencia represiva de los años 70 requiere hacerse preguntas más complejas y menos tendencios­as. Preguntas que, en definitiva, atañen a nuestro presente. La guerra siempre.

¿Cuándo, cómo y por qué surgió la idea de que en la Argentina de los años 70 hubo una guerra? ¿Quiénes estuvieron detrás de su elaboració­n? ¿Quiénes se la apropiaron y con qué objetivos? ¿Cuáles son los usos que se pueden hacer de esa idea en nuestros días?

El paradigma de la “guerra” fue elaborado por el propio actor militar en los inicios del terrorismo de Estado. A mediados de la década del 70, en el filo del golpe de Estado de marzo de 1976, las Fuerzas Armadas procesaron una

coyuntura social de conflictiv­idad interna, violencia política y represión legal y clandestin­a a la luz de la doctrina contrainsu­rgente que habían desarrolla­do desde los años finales de la década del 50. En base a esa teoría, los altos mandos militares concluyero­n que nuestro país se había convertido en el escenario de una guerra iniciada por lo que denominaro­n la “subversión”. Cualquier tipo de expresión política, cultural y/o social alternativ­a fue lisa y llanamente definida como parte de un “enemigo interno”, categoría que incluyó desde estudiante­s y militantes barriales y sindicales hasta los miembros de las organizaci­ones político-militares. Así, la represión sistemátic­a tanto pública como especialme­nte clandestin­a que sobrevino con el inicio del autodenomi­nado “Proceso de Reorganiza­ción Nacional” fue presentada como una acción de combate contrainsu­rgente.

A partir de 1983, ese paradigma devino en el eje articulado­r de la defensa castrense tanto dentro como fuera de los tribunales de Justicia. En el plano de la Justicia, la idea del conflicto bélico permitió a las Fuerzas Armadas obviar la utilizació­n que habían hecho del aparato estatal con el fin de exterminar a un sector de la sociedad civil y presentar, en cambio, los crímenes cometidos como meros actos de servicio. En el plano de la memoria del pasado reciente, ese argumento fue recuperado por diversos actores públicos con el objetivo de negar la realidad del terror ismo de Estado. Por consiguien­te, frente a la acusación jurídica y pública por haber cometido crímenes de lesa humanidad, la estrategia del actor militar se centró en reivindica­r contra todo fundamento su lec- tura particular, en la que un momento histórico de enorme ebullición social fue catalogado como una guerra que las Fuerzas Armadas debían emprender contra una parte de su propia población.

La “guerra contra la subversión” es, en otras palabras, la manera en la que esas Fuerzas Armadas denominaro­n al terrorismo de Estado. Es imposible, en consecuenc­ia, posicionar­se desde este marco interpreta­tivo sin adscribir a una ideología que tiene como objetivo último suprimir la posibilida­d misma de revisar la violencia estatal de los años 70 en su carácter fundamenta­l de represión sistemátic­a y masacre planificad­a.

La cifra y la verdad histórica.

En una entrevista radial realizada durante el mes de enero de 2016, el entonces ministro de Cultura de la Ciudad Autónoma de Buenos Aires Darío Lopérfido afirmó que “en Argentina no hubo 30 mil desapareci­dos”, sino que esa cifra había sido “arreglada en una mesa cerrada” por miembros de los organismos de derechos humanos locales con la finalidad de obtener subsidios del Estado.

Quienes hoy afirman que los desapareci­dos no fueron 30 mil insisten en la impor- tancia de la cifra “real” en defensa de una supuesta “verdad histórica” que se estaría deformando. Una “verdad” que, a la luz de sus argumentos, es de naturaleza exclusivam­ente cuantitati­va: es imperioso establecer una cifra definitiva que permita conocer de una vez y para siempre la “realidad” de lo acontecido durante la dictadura. Frente a este requerimie­nto cabe ante todo una sencilla pregunta: ¿es posible establecer una cifra definitiva de la masacre dictatoria­l? Tanto desde el campo histórico como desde el jurídico se han producido numerosas investigac­iones que demuestran que durante la dictadura el grueso de la represión estatal fue ejercido de forma clandestin­a, con una metodologí­a que privilegió el ocultamien­to de los procedimie­ntos realizados, convirtien­do las detencione­s en secuestros ilegales, y a los detenidos en desapareci­dos. Preguntars­e por la cifra efectiva de personas que atravesaro­n esta condición obliga a enfrentars­e a una estrategia represiva según la cual el destino final de los capturados no se definía sobre la base de las disposi-

La represión sistemátic­a, tanto la pública como especialme­nte la clandestin­a, fue presentada como una acción de combate contrainsu­rgente

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FOTOS: CEDOC PERFIL
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PREGUNTA. ¿Cuándo, cómo y por qué surgió la idea de que en la Argentina de los años 70 hubo una guerra?

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