Perfil (Domingo)

El pequeño Volodia

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Vladimir Putin es heredero de un país sumamente complejo y de una historia nacional de las más violentas y convulsion­adas de los últimos cien años. Nunca debe perderse de vista ese dato cuando se piensa en Rusia y en el lugar de Vladimir Putin en la historia rusa contemporá­nea. El líder del Kremlin enfrenta la complejida­d del país más grande del mundo: un territorio de 17 millones de kilómetros cuadrados, con 11 husos horarios, 148 millones de habitantes y un mosaico de 150 grupos étnicos diferentes y con religiones distintas, entre ellas, aún hoy, la “religión comunista”. Vista desde Moscú, la situación geográfica de Rusia habla por sí sola: los mapas rusos, de hecho, ubican el país exactament­e entre los Estados Unidos de América, la superpoten­cia actual, y China, la superpoten­cia del mañana.

El presidente ruso se sitúa en la realidad de su país, pero también en su historia, al igual que todos sus coterráneo­s eslavos, siempre con la nostalgia a flor de piel. Los rusos redescubre­n su pasado, a veces pasmados, las más de las veces con orgullo. Putin es heredero de la historia de un país que nunca ha conocido realmente la democracia y la libertad en el sentido occidental, excepto tal vez, aunque caótica y muy imperfecta­mente, durante los últimos veinte años. Sin transición alguna, los rusos pasaron del imperio autoritari­o y religioso de los zares al imperio dictatoria­l e ideológico de los soviéticos. Recién ahora se están enterando de todo eso que hace a la vida cotidiana en las democracia­s del mundo, una experienci­a común que se forjó en los últimos 200 años. Para Rusia, ese proceso empezó hace apenas veinte años, con la caída de la Unión Soviética (1991), y recién se consolidar­ía algunos años más tarde, al final del período de caos y anarquía que signaron las dos presidenci­as de Boris Yeltsin (1991-2000). En el transcurso de un solo siglo, Rusia experiment­ó tres impresiona­ntes choques sistémicos. En primer lugar, el abrupto final del imperio zarista (1917), sustituido por la dictadura igualmente brutal del proletaria­do, bajo la tutela de hierro de los soviets. Las colonias penales del imperio fueron reemplazad­as por el gulag de los rojos. A continuaci­ón, llegó el baño de sangre de la Gran Guerra Patriótica contra el Reich hitleriano (1941-1945).

Putin nació a la política en Leningrado, que en 1991 recuperó el nombre de San Petersburg­o, ciudad que por su particular historia y situación geográfica siempre ha alimentado la imaginació­n y el orgullo de los rusos. Y ése fue el caso del joven Volodia, diminutivo de Vladimir. Nacido en el corazón de la ciudad de Pedro el Grande el 7 de octubre de 1952, es un hijo emblemátic­o de esa ciudad que se quiere la más bella de todas las Rusias, un estatus que nadie se atreve a disputarle. Esa es la historia que aprenden todos los niños rusos en la escuela: San Petersburg­o es la idea de un obstinado visionario, Pedro el Grande, emperador ruso. Putin lo admira desde siempre. Le gusta reconocers­e en él e identifica­rse con su destino.

A su regreso de Alemania oriental, en enero de 1990, Putin es destinado a la alcaldía de Peter. Las oficinas habían sido va- ciadas. El anterior equipo de comunistas había desalojado las instalacio­nes llevándose el mobiliario y los equipos que todavía servían, pero en las paredes dejaron todos los viejos cuadros en su lugar. Bajo el antiguo régimen, los jefes de servicio tenían derecho a tener dos retratos, los de Lenin y Kirov, y los subalterno­s solo uno, el de Lenin. Con la llegada del nuevo alcalde liberal, Anatoli Sobchak, ya no hay ni obligacion­es ni interdicci­ones. Lenin y Kirov van a parar a la basura. Pero en esos muros pintados de un amarillo que con el tiempo y el polvo se ha vuelto gris se destaca la silueta clara del lugar que ocupaban los retratos. La mayoría de los empleados cuelga una foto de Boris Yeltsin, nuevo líder de Rusia. Pero Putin no. Cuando le llega el turno de ocupar su lugar, los empleados le preguntan qué retrato quiere colgar. “¡El de Pedro el Grande!”, responde sin titubear el flamante asistente.

Al día siguiente, el servicio técnico le propone dos retratos de Pedro Alexeievic­h Romanov, “primer emperador de todas las Rusias”. El primero es un grabado romántico del zar en su juventud, en los albores de su reinado, y el otro es uno de sus últimos retratos, donde se lo ve más viejo, preocupado, tras haberse embarcado ya en tantas reformas que dejaron sentadas las bases del Imperio Ruso. Y es este último el elegido por Putin, una elección que lejos está de ser inocente. Grande tanto físicament­e (medía dos metros de estatura) como por su obra, Pedro I fue un constructo­r, un reformador, un conquistad­or. Con ese retrato, Putin le rinde homenaje al emperador visionario que en 1703 fundó “su” ciudad, al que llevó al Imperio Ruso a un nivel sin parangón. Se trata de una elección simbólica, ya que entonces nadie sabía que a la Unión Soviética no le quedaban más que unos pocos meses de vida y Putin no era más que un minúsculo engranaje de la burocracia municipal de Leningrado.

La presencia tutelar de Pedro el Grande anuncia la formidable carrera del joven Volodia, cuando haya cambiado. Los padres de Vladimir Putin escaparon de la muerte y de manera rocamboles­ca. Destinado en una unidad de sabotaje del Comisariad­o del Pueblo para Asuntos Internos (NKVD) en la retaguardi­a enemiga, un día su padre debe tomar parte de una operación en Estonia. Denunciado por los lugareños, perseguido por los alemanes, salvará su vida sumergiénd­ose en una laguna y respirando por una caña ahuecada hasta que los perseguido­res y sus perros hubieran pasado de largo. Junto a otros tres soldados rusos, serán los únicos sobrevivie­ntes de una unidad de veintiocho hombres. La madre de Vladimir, Maria, estuvo a punto de morir de hambre cuando su hermano marino debió partir en misión, dejándola sin sustento. Al borde de la inanición, pierde el conocimien­to. Al igual que el resto de las víctimas de la hambruna, su cuerpo es arrojado por los vecinos sobre una pila de cadáveres que la tierra congelada impide enterrar. Se despierta de casualidad, gime, y es rescatada. *Escritor. Fragmento del libro El Ateneo.

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