Hoy: ‘American Psycho’, de Easton Ellis
De las calamidades del capitalismo reciente registradas por la literatura balzaciana del siglo XX, ninguna llegó tan lejos como las atendidas en American Psycho (1993), de Bret Easton Ellis. Lo hicieron por dos carriles y en un proceso de dos momentos sucesivos: el que lleva la realidad a la literatura (en el caso de que esto pueda ser posible) y el que devuelve la literatura a la realidad. El primero nos obliga a hablar –por pereza– de inspiración. Allí Easton Ellis se presentó con una novela de inmediatez para catalogar los síntomas de una sociopatía americana vinculada al consumo, es decir a la vida social como experiencia en la que la cultura presiona para que los sujetos hagan números, batan récords inútiles y se malogren en la histeria de la posesión. Este déficit mental es encarnado por Patrick Bateman, un nabo de metrópolis que quedará en nuestra memoria por la creación de Easton Ellis pero también por la representación para el cine que hizo de sus desechos sinápticos Se trata de uno de los autores posmodernos más relevantes de la actualidad. el actor Christian Bale, en la adaptación cinematográfica de Mary Harron.
El segundo carril (el “de vuelta”) nos trae a la actualidad, donde hay un presidente que se llama Donald Trump y se encarga de mantener los principios de Bateman en el campo de las instituciones, sustituyendo el arte de desollar y reventar vagabundos por otros menos llamativos y apegados a cierto cúmulo de leyes.
En medio de estos extremos, rozados por contigüidad, tenemos como tótem la erección de la palabra winner haciéndole toreo a la palabra tabú loser. Porque es el triunfo por aplastamiento de los primeros sobre los segundos lo que Easton Ellis recrea en un teatro de maldades un poco cómico, un poco fúnebre, para contarnos cuál es el vacío ontológico que se abre en el interior de los que lo tienen todo.
Easton Ellis dio en la tecla desafinada de la civilización, y lo que sonó fue una sorpresiva ópera anticapitalista. Una primera persona psicópata nos cuenta el cuento de hadas de una nueva clase de héroe, que escala la cima de la especulación financiera. En términos viejos, acordes al glosario de la Revolución Industrial, Bateman no produce nada. Pero no tolera bien la acumulación. Necesita descargar, y lo hace acostándose con mil mujeres, matando sin objetivos precisos salvo el de reencontrarse una y otra vez con la felicidad de la depredación étnica, comiendo en los restaurantes de moda y comprando ropa cuyo rango va de un vestuario de príncipe a la última mersada. No se puede acumular tanto si no es para malgastar lo acu- mulado, y ésa es la lección política de la novela: el problema de tener.
La gracia del libro es, justamente, la de la acumulación inútil. En una página –cualquiera: todas son pruebas universales– se puede leer el siguiente inventario: Krizia Uomo, Cole-Haan, Evian, Regency, Sting, Ferré, Givenchy Gentleman, De Rigueur de Schoeneman, Wall Street Journal, Ray-Ban, Bix Beiderbecke, The Washington Post, Ralph Lauren. El frenesí civilizatorio no puede no fugarse por alguna fisura, alguna salida retrospectiva hacia la animalidad, de la que la violencia humana (la gratuita, no la autojustificada por algún tipo de deber) sigue siendo un acto clásico y moderno.