Ni un día sin una línea
Un día Agnes Martin se cansó de todo, abandonó la ciudad de Nueva York, la pintura y se fue a deambular por Estados Unidos. “Llegué a un punto en que reconocí que tenía que resolver mi confusión”, según cuenta en sus escritos que, para la psiquiatría, era un desorden esquizofrénico con alucinaciones. Esto fue a mediados de los años 60, después de haber participado de una comunidad de artistas brillantes, con los que vivía en almacenes abandonados en la parte baja de Manhattan. Con Jasper Johns, Ellsworth Kelly y Robert Rauschenberg, más precisamente, transitaron cada cual a su modo, el expresionismo abstracto, esa versión de la segunda vanguardia del arte después del arte. Pero no pudo más. El éxito, la competencia, el mundo del arte, en fin, su propia locura, la puso al límite. La canadiense, descendien- te de escoceses presbiterianos, fue en busca de su propio Oeste. Menos como aventura económica sino con viaje y como fuga. Se estableció en Taos, Nuevo México, construyó su propia casa de adobe y desde 1974 hasta su muerte a los 92 años se dedicó a una pintura que emula su propia disciplina zen. Sobre el único formato, telas cuadradas de 1.80, líneas que pintó de una escueta variedad de colores: negro, blanco, marrón y gris. Modificando, levemente, este formato unos centímetros, menos para poder moverlo por sí misma, cuando se hizo muy mayor. De esta manera, encontró la forma de vincular arte y vida. Que el valor del arte no sea, ni por asomo, cambiar el mundo, (“Pinto dándole la espalda al mundo”). En cambio, promover la tranquilidad para lidiar con el caos. Estabilizar la obra para que, al mirarla, todo se aquiete y todo se calme.