Religión: “Soy un ateo fiel”
—En “El alma del ateísmo”, donde propone una espiritualidad sin Dios, usted rechaza el oscurantismo y el nihilismo. ¿Qué entiende por nihilismo?
—Nihil en latín significa “nada”. El nihilista es el que no cree en nada, que no respeta ningún valor, que no tiene principios ni ideas. Y es justamente lo opuesto del fanatismo, que confunde sus creencias con certezas. Entonces hay que enfrentarlos. Lo peor que nos puede pasar es que no tengamos nada para contrastar (entre el fanatismo de los unos y el nihilismo de los otros). Entonces lo peor se haría realidad, y serían los fanáticos, sin lugar a dudas, los que lo causarán. Entre alguien que no encuentra razón para vivir (el nihilista) y aquel que está dispuesto a morir y matar por sus ideas (el fanático), no hay que ser un genio para saber quién va a ganar.
—¿Cómo evitar lo que llamó “fariseísmo” en una sociedad individualista?
—Las religiones proponen una moral: es Dios, no el individuo, quien gobierna. Pero en nuestros países, las religiones pierden fuerza. Nuestra moral, que es esencialmente humanista, es ahora más autónoma que antes. En cuanto al individualismo, creo que es el objetivo de nuestra época, pero en vano se tiene en cuenta sólo lo malo. Yo prefiero una sociedad individualista que una sociedad holística, como la del Medievo. Tampoco vamos a añorar la época donde se quemaban herejes y homosexuales porque no tenían la misma religión o sexualidad del grupo. En el fondo, ser individualista es pensar que no hay nada más precioso que un individuo humano. Este es el camino de la época. Acuérdense de la fórmula de André Gide: “Hay que seguir su propio camino, pero cuesta arriba”. Si siguen el camino individualista de la época cuesta arriba, y así, hacia lo universal, quiere decir que no hay nada más precioso que el individuo humano, sin importar cuál individuo: eso es lo que llamamos humanismo, ese horizonte moral infranqueable de nuestros tiempos. Por el contrario, si siguen el camino individualista de la época cuesta abajo, hacia el ombligo o un poco más abajo, quiere decir que no hay nada más precioso que el yo: lo llamamos egoísmo. No podemos elegir la época ni el camino. Pero podemos elegir, en cada momento, si queremos subir o bajar, si queremos lo universal o si queremos mirarnos el ombligo, si queremos el humanismo o el egoísmo.
—¿Qué piensa de la crítica que realiza Nietzsche del cristianismo?
—Nietzsche está en lo correcto cuando critica lo que llama la “castración” del cristianismo, y su culpabilización de la sexualidad; razón para criticar también el mundo aparente y su ideal ascético. Pero se equivoca sobre casi todo, y especialmente sobre el cristianismo. No, los Evangelios, a pesar de lo que Nietzsche pretende, no expresan una moral del resentimiento, ni una moral de la esclavitud. Y ni hablar de aceptar su pretendida moral de los Maestros que condenan la democracia, el socialismo, el feminismo y que hace apología de la violencia y de la “bestia rubia”.
—El economista y periodista francés Jean Boissonnat lo definió como un “ateo cristiano”. ¿No es esa definición contradictoria y paradójica?
—Un cristiano cree en Dios, un ateo no. Hablar de un “ateo cristiano” es contradictorio. Prefiero definirme como un ateo fiel: ateo porque no creo en ningún dios y fiel porque permanezco fiel con todas las fibras de mi ser a una cierta cantidad de valores llamados judeocristianos, que culminan, a mi parecer, en los Evangelios, en la Etica de Spinoza o en el inquietante Journal de Etty Hillesum.
—¿Cómo valora al papa Francisco?
—Parece simpático e inteligente. Deseo que imponga su poder a la tan conservadora curia. Pero no cuento con él para resolver los problemas del mundo.
—Aparte de que se trata de una religión sin dios, ¿qué le ha interesado del budismo zen?
—En primer lugar, lo que me interesa es el budismo en general, que es más una espiritualidad que una religión. Sin ser budista –no creo en el karma ni en la reencarnación– me siento cercano a algunos temas budistas: la falta de permanencia, la inmanencia, el determinismo: la “producción condicionada”, la identidad tan fuertemente marcada en Nagarjuna del nirvana y del samsara. Lo que me gusta del zen, y más todavía del tch’an, que es su versión original y china, es, sobre todo, la práctica de la meditación sentada, silenciosa y sin objeto, y un cierto menosprecio hacia las doctrinas. —Esa no es la cuestión. No se trata de elegir la posición más cómoda o la menos inquietante sino la que parezca verdadera, o la más verosímil. Vivir es peligroso. Pensar también. Pero qué bueno es. Cada posición conlleva sus propios peligros. Del lado de la religión: el fanatismo, la superstición, la ilusión. Del lado del ateísmo: el nihilismo, o una imitación de la religión a veces peor, como el estalinismo y el maoísmo.
—¿Cómo sería posible fundar una moral o una ética sobre “el misterio del ser”, como usted dice?
—No es posible. Primero porque un misterio no podría fundamentar nada. Luego porque la moral, en mi opinión, no puede ser fundada. No es preocupante: nadie ha fundado las matemáticas, la música o la política; eso no impide practicarlas. Nadie ha fundado el amor, eso no nos impide amar. La moral no puede ser sólo “sin obligación ni sanción” como ya vio Guyau, no tiene fundamento ni garantía. A veces me preguntan, “¿por qué someterse?”. Me extraña la pregunta. ¿Necesita de un fundamento para que se le prohíba violar, torturar o asesinar? Si es así, usted es un imbécil y ningún fundamento podrá mejorarlo. Si no lo necesita, eso confirma que la moral no necesita ser fundada, sino ser transmitida y vivida. No hay que ser indigno de lo que la humanidad forjó de sí misma y de nosotros. No necesitamos de un fundamento, sino coraje, fidelidad, voluntad y amor.
—Freud afirma, en “El porvenir de una ilusión”, que nadie deja de creer en Dios por un argumento racional, ya que se trata de un “sentimiento oceánico” y, por lo tanto, irracional. ¿Está de acuerdo?
—Son dos cosas diferentes. El sentimiento oceánico es una experiencia espiritual: la experiencia de ser uno con el todo, que no prueba nada ni es un argumento a favor –ni en contra– de la existencia de Dios. Un ateo puede sentirlo tanto como un creyente e incluso más. Solo la fe, para Freud y para mí, es tanto afectiva como racional, y por tanto, susceptible de ceder ante tal o cual argumento. Pero no porque se fundiría con el sentimiento oceánico sino más bien porque se enraíza en los miedos del pequeño niño humano que busca un Padre todopoderoso para tranquilizarse y consolarse. El complejo de Edipo afecta más la creencia en Dios que el sentimiento oceánico.
—¿De qué manera su espiritualidad atea, que requiere la abolición del ego, contradice la antropología negativa que legitima del capitalismo?
—No soy yo el que habla de una antropología negativa. Que los humanos sean egoístas es una información positiva o afirmativa: el conatus para Spinoza, la voluntad de vivir para Schopenhauer, el interés para Marx, la voluntad de poder para Nietzsche, o la libido para Freud. Querer existir lo más y mejor posible no es repudiable. El egoísmo es la raíz de todos los males, como dice Kant, pero también forma parte de los derechos del hombre. Moralmente, la aporía se resuelve en la fórmula del Dalai Lama antes citada: “Sean egoístas: ámense los unos a los otros”. Espiritualmente es diferente. ¿Qué es la espiritualidad? Es la vida del espíritu. Especialmente, en su relación al infinito, a la eternidad, al absoluto. Sin embargo, todo el ego se termina, es transitorio, relativo. Ahí está la vida espiritual, en sus experiencias más fuertes, y se instala debajo del ego. Esta vida espiritual no suprime el egoísmo, pero lo pone, provisionalmente, entre paréntesis. Por desgracia. El ego siempre acaba volviendo, y conviene más aceptarlo. Las experiencias de eternidad, en mi experiencia, nunca duran mucho tiempo.
“Hay que seguir el propio camino pero cuesta arriba, no hacia el ombligo o un poco más abajo.”
—¿Cuáles son sus referentes de la espiritualidad oriental?
—Primero, me interesé en el budismo primitivo, aquel que se cree que es el más cercano al pensamiento de Buda. Me apoyaba, sobre todo, en las obras de divulgación pero de calidad, por ejemplo, los libros de André Bareau o de Walpola Rahula. Luego, me interesó el budismo más tardío, especialmente en Nagarjuna, cuyas Stances leí y medité. En fin, me enamoré del tch’an, que hace una especie de síntesis entre la gran sabiduría de Buda y lo que yo llamo la gran euforia de Lao Tsé: leí muchas veces el volumen de La Pléyade sobre el taoísmo. Finalmente, descubrí a Swami Prajnanapada, que es, a mi parecer, el más grande maestro espiritual del siglo XX: no escribió ningún libro, pero leí todos los testimonios que había en francés sobre él. Ni hablar de la práctica del zazen, que implementé hace unos diez años pero que me importa menos que los libros.