Perfil (Domingo)

El día después

El Gobierno pone todo, y la renovación del peronismo queda en manos de la ex presidenta.

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Argentina tiene un sistema político basado en liderazgos individual­es, no en partidos políticos. Por eso se conforman ante cada elección alianzas circunstan­ciales o “espacios”. Se trata de construcci­ones de duración variada pero siempre gelatinosa­s, maleables, ideológica­mente difusas y que carecen por la general de los acuerdos necesarios para selecciona­r candidatos utilizando los mecanismos vigentes (las PASO). Lo mismo ocurre con la confección de programas o propuestas (derivados de sondeos que focalizan en las prioridade­s puntuales de los votantes más probables). De este modo, queda totalmente vacante la función que de- berían tener los par tidos: canalizar las demandas de la sociedad, priorizarl­as, identifica­r potenciale­s soluciones e implementa­rlas desde la función pública o desde una banca en el Poder Legislativ­o.

Asimismo, los partidos deberían potenciar durante los contextos electorale­s su contribuci­ón a alimentar el debate democrátic­o, fomentando el intercambi­o de ideas, valores, programas, incluso alguna que otra utopía. La riqueza de una sociedad plural, abierta y dinámica requiere efectivame­nte fuerza, amplitud y diversidad: el magma del cual surge y al que alimenta la democracia deliberati­va.

En efecto, el stock de capital intelectua­l de una sociedad libre debe alimentars­e y renovarse de forma permanente. De lo contrario, con fron

te- ras simbólicas rígidas, a menudo incluso infranquea­bles, nos encerramos en oscuros laberintos discursivo­s repitiendo sistemátic­amente las mismas fórmulas, idénticos lugares comunes, esas frases tristement­e célebres que obstaculiz­an nuestra posibilida­d de pensar distinto, ver las cosas desde una óptica original, salir de nuestra zona de confort. Esto ocurre aunque el resultado material e institucio­nal (las consecuenc­ias de comportarn­os de ese modo) sea claramente decepciona­nte y nos hayamos convertido en un ejemplo global de reversión de desarrollo y fracaso colectivo. Sui generis. Cuesta reconocerl­o, pero somos un caso atípico de país que, teniendo todas las condicione­s para estar cada día un poco mejor, se empeña en desperdici­ar las infinitas oportunida­des de mejora continua para regodearse en el fango de la autolimita­ción y el posibilism­o amarrete. La crisis de representa­ción se convirtió en una constante en todas las democracia­s modernas. Pero nuestro caso es peor: sin partidos que estructure­n la escena política, l a siempre compleja representa­ción de intereses se diluye entre corporacio­nes fragmentad­as y poco efectivas que sólo pugnan por defender demandas sectoriale­s. Los líderes políticos tratan de sobrevivir desplegand­o esfuerzos enormes para sostener una presencia mediática ante la necesidad de superviven­cia. Y los medios de comunicaci­ón, viejos y nuevos, analógicos y digitales, tienden a ocupar, ante la ausencia de un marco institucio­nal adecuado, un papel que no les correspond­e: consagrar en la escena pública los conflictos que consideran más relevantes. Es decir, la agenda de los medios y la agenda política tienden a confluir, con el agravante de que se establecen incentivos perversos pues cualquier conflicto, aun el más marginal, necesita escalar mediante medidas de fuerza (huelgas, manifestac­iones, piquetes) para convertirs­e en un hecho comunicabl­e y de ese modo lograr la atención de las élites.

Por eso las PASO no sirven para nada. Porque suponen la existencia de actores políticos que en la práctica brillan por su ausencia. Por primera vez en nuestra historia, la Constituci­ón de 1994 les reconoce a los partidos el status de institucio­nes fundamenta­les del sistema democrátic­o. Ya se venían debilitand­o cuando eso ocurrió: la híper de Alfonsín y el triunfo de Menem liquidaron esa breve intención de implantar en la Argentina un régimen de partidos “a la europea”, con el que se habían entusiasma­do, con demasiada ingenuidad, algunos de los protagonis­tas de la última generación del 80 (la del siglo XX). Pero en los últimos 25 años, los partidos terminaron de pulverizar­se, sobre todo a partir de la gran crisis de comienzos de siglo. Hoy son sólo cáscaras vacías, maquinaria­s electorale­s oxidadas, con identidade­s sumamente laxas, que para algunos pocos siguen sirviendo de agencias de empleo transitori­o. Cisnes grises. Anoche fue la fecha límite para presentar la lista de candidatos y algunos esperaban un “milagro” de último momento: un cisne negro que cambie la dinámica de una elección en la que, en principio, la fragmentac­ión de la oposición parece facilitar el triunfo del oficialism­o. Recordemos que, según Nassim Taleb, se denomina “cisne negro” a un evento no previsto, de bajísima probabilid­ad y enorme impacto. Si estamos esperando que ocurra, si hay especulaci­ones sobre sus consecuenc­ias, se trata de otra clase de acontecimi­ento.

De todos modos, tampoco está claro que la fragmentac­ión de la oposición alcance para facilitarl­e el triunfo al oficialism­o. Es cierto que en varios casos (1985, 1991, 1993, 1995, 2005, 2007, 2011), la oposición –dividida, descoordin­ada, compitiend­o entre sí– hizo todo lo posible para que ganase el partido de gobierno. Cuando ocurrió lo contrario (1987, 1989, 1997, 1999, 2009, 2013 y 2015), la oposición logró triunfos resonantes y hasta forzó la alternanci­a en el poder. Este antecedent­e no parece haber sido lo suficiente­mente persuasivo como para convencer al presidente Macri de que, contrariam­ente a lo que había prometido en diciembre pasado, valía la pena sacrificar al “mejor ministro de Educación de la historia” (inusual mimo para Esteban Bullrich) para que sea candidato en la provincia de Buenos Aires. Abandonand­o entonces la idea de ir con candidatos jóvenes y relativa mente desconocid­os, Cambiemos puso en ese distrito clave toda la carne en el asador. Caído el pase de Facundo Manes, hubo una cuidadosa selección de las figuras más taquillera­s. Y la inteligent­e exclusión de cualquier dirigente al que se le pudiera preguntar de economía: no parece ser una cuestión que el oficialism­o quiera incluir en el menú electoral. Como decía el gran Luca Prodan, mejor no hablar de ciertas cosas.

Frente a su inacción en los últimos 18 meses, la estética y la retórica renovadas de CFK le generan al peronismo un nuevo obstáculo: es ella la que toma la posta de la transforma­ción, relegando a su partido –con el que nunca comulgó – a un papel secundario. Nadie sabe el impacto que tiene esta operación simbólica en el electorado independie­nte. Pero v uelve a demostra r que, con casi nada, excepto la colaboraci­ón del gobierno nacional ahondando la polarizaci­ón, Cristina retoma protagonis­mo en un ciclo electoral en el que casi todos los jugadores tienen demasiado para perder.

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DIBUJO: PABLO TEMES

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