El infierno está encantador
Cada época tiene su infierno. Con la arquitectura del que Dante Alighieri diseñó para La Divina Comedia se le van añadiendo habitantes imaginarios a las divisiones perfectas que los alojan. Se puede decir, hasta que cada uno crea el propio y ubica las preferencias en “el orden de las penas”, como explica Virgilio en el canto XI, según la Etica Nicomáquea de Aristóteles, el primer tratado sistemático sobre ética que organiza la virtud teniendo en cuenta el contexto y las situaciones de cada individuo. La pregnancia de este libro, y de esos treinta y tres cantos con sus tercetos de rima intercalada y sus nueve círculos, en particular, no es nueva en la cultura de occidente, pero no por eso deja de sorprender. En las artes visuales, sobre todo, hay una variedad de ejemplos de cómo esa construcción literaria podía ser vista. Desde Botticelli, Blake, Doré hasta Salvador Dalí se han puesto al servicio de la mente del autor que se eleva y se encierra en sí misma, tal como Dante describía el proceso imaginario del genio. Robert Rauschenberg, por su parte, entró al Infierno de Dante y realizó el suyo propio. Entre fines de los años 50 hasta entrados los 60 ilustró los cantos por medio de imágenes que recolectó de diarios y revistas que cortó, pegó, ralló y caló. Deformando el mundo actual pudo dar una versión del que vendrá. Definitivamente, un infierno homoerótico con el mismísimo Dante en calzoncillos blancos, fisicoculturistas y luchadores. Rauschenberg, por supuesto, estaba seguro de que ése era su lugar.