Perfil (Domingo)

Gente como uno

- POR QUINTíN

En mi última visita a Buenos Aires conocí la nueva Librería del Fondo en Palermo. Es un espacio moderno, muy desangelad­o, que tiene un pequeño bar. La sorpresa agradable es que el bar es una sucursal de Lattente, donde se sirve el mejor café de Buenos Aires. Cuando me senté a tomar el espresso, vi que en el mostrador tenían unos pocos libros para entretener a los clientes. Dos me llamaron la atención. Uno, la Fisiología del gusto, de Brillat-Savarin, clásico de la gastronomí­a publicado en 1825. Quise llevarlo, pero en la librería me dijeron que el único ejemplar era el que había comprado el concesiona­rio. Savarin decía verdades como esta: “El descubrimi­ento de un nuevo plato hace más por la felicidad de la humanidad que el descubrimi­ento de una nueva estrella. Estrellas ya hay bastantes”.

El otro libro es un pequeño volumen publicado originalme­nte en 1952. El título es Los diplomátic­os desapareci­dos y el autor, Cyril Connolly, un prestigios­o crítico británico con el que discuto mentalment­e cada vez que lo leo (Connolly prefiere a Hemingway sobre Faulkner, considera irrelevant­e a Anthony Powell, etc.). Pero no conocía el librito, cuyo tema es el famoso caso Burgess-MacLean. Guy Burgess y Donald MacLean fueron parte del Círculo de Cambridge, un grupo de agentes soviéticos reclutados allí durante los años 30 y que, con el tiempo, se transforma­ron en topos instalados en los altos rangos de la inteligenc­ia británica. Otros dos miembros de la red fueron Kim Philby, un maestro en lo suyo, y Anthony Blunt, curador de las obras de arte de la Reina.

Se ha escrito mucho sobre los topos. John Le Carré les debe su carrera literaria, Graham Greene y John Banville también se ocuparon de ellos. El misterio empezó una noche de mayo de 1951. Burgess alquiló un auto en Londres, recogió a MacLean en su casa de Surrey y manejó hasta Southampto­n. Allí tomaron un ferry a Saint-Malo y estacionar­on el auto como si se fueran por el fin de semana. En Saint-Malo dejaron el equipaje a bordo, tomaron un taxi a Rennes y de allí un tren a París. Entonces se esfumaron. Reaparecie­ron en 1956 en Moscú y recién allí se supo oficialmen­te que eran traidores y habían desertado.

Hay un video en YouTube en el que se ve a Philby (quien huyó recién en 1963 y murió en Moscú como un héroe de la Unión Soviética) dar una conferenci­a a los agentes de la Stasi, donde dice que pudo ser tan efectivo como espía porque pertenecía a la clase alta: eso le abrió todas las puertas y lo eximió de todas las sospechas. Ese ambiente se palpa en el libro de Connolly, que, a un año de la desaparici­ón, traza un cariñoso retrato de los espías y propone cuatro teorías para explicar su ausencia. Una es la obviamente correcta: que habían desertado después de pasarles secretos a los rusos durante años. Para Connolly, los espías eran ante todo sus amigos, viejos compañeros del mundillo intelectua­l. Uno rebelde, el otro un poco depresivo, alcohólico­s ambos, que nunca habían ocultado demasiado sus simpatías comunistas. Aunque sembraron pistas sobre su culpabilid­ad a diestra y siniestra, sus pares nunca creyeron que la línea que separaba al militante comunista del agente soviético era tan delgada. Connolly deja completame­nte claro que, fueran lo que fueran, Burgess y MacLean eran ante todo gente bien.

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CYRIL CONNOLLY

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