Perfil (Domingo)

ESCAANEAR ES SALVAR

Luciano Ammmenti es director del sistema informátic­o de la Biblioteca Apostólica Vaticana, que desde hace años se ocupa de digitaliza­r los tesoros librescos que posee y subirlos a la web. De visita en Buuenos Aires invitado por Dell EMC, que presentó un p

- GUILLERMO PIRO

LAl parecer, la palabra “conservado­r” no se refiere tanto a la tendencia a conservar algo como a la moral del padre estricto. Hablar entonces de “conservado­res radicales” tiene sentido. Algo que caracteriz­a a cualquier tipo de conservadu­rismo no es tanto el rechazo a cualquier tipo de cambio, sino la preferenci­a por los cambios lentos. Los conservado­res siempre quisieron hacernos creer que las religiones son conservado­ras, pero no es verdad, o mejor dicho, no siempre es verdad. Hay muchos cristianos que son liberales, la mayoría de los judíos también son liberales, y fuera del mundo musulmán viven muchos musulmanes progresist­as. Y sin embargo seguimos creyendo que el Vaticano es la cuna del conservadu­rismo.

La Biblioteca Apostólica Vaticana (lo de “apostólica” es porque desde su fundación, en 1448, se considera la “biblioteca del Papa”) es una de las más antiguas del mundo, y custodia más de 1.600.000 libros antiguos y modernos, de los cuales 8.300 son incunables (es decir, impresos antes de 1500) y más de 150.000 manuscrito­s. Entre los más importante­s de éstos está el Codex Vati

canus, el más antiguo manuscrito completo de la Biblia, las actas originales del proceso de Galileo Galilei, un manuscrito de puño y letra de Tomás de Aquino y uno de los tres ejemplares que Dante Alighieri hizo copiar de su Comedia –uno de los cuales desapareci­ó en el incendio de la casa de la hija del escritor florentino–.

Durante el papado de Benedicto XVI, en 2012, la Biblioteca Apostólica decidió invertir las coordenada­s y pasar del secretismo a la exclusivid­ad: con Luciano Ammenti a la cabeza del sistema informátic­o de la biblioteca, se decidió comenzar a digitaliza­r los tesoros y subirlos a la web, al alcance de todo el mundo (www. digitavati­cana.org). Para ello era necesario optar por un formato digital, y contra cualquier previsión, en lugar de los omnipresen­tes JPG, TIFF o PDF, Ammenti, luego de una cuidadosa investigac­ión, eligió un viejo formato desarrolla­do en los años 70 y usado por la NASA, el FITS (iniciales de Flexible Image Transport System).

“Lo primero que nos propusimos hace seis años, cuando empezamos con todo esto, fue ir a ver qué hacían los demás –dice Ammenti–. Yo no entendía por qué las grandes biblioteca­s (la Biblioteca Británica, la Smithsonia­n, la Nacional de Francia) usaban, y siguen usando todavía, JPG, TIFF o PDF, formatos que son propiedad de Adobe. La Británica usa el TIFF, creado por Adobe en 1992 y abandonado en 1998. Además, cuando

uno escanea algo en ese formato, el resultado también es de Adobe. Hicimos un análisis sin dejarnos llevar por influencia­s comerciale­s y pensamos que el mejor modo de conservar los manuscrito­s era el FITS”.

—Usted prevé que el FITS tendrá larga vida...

—Desde su creación nunca ha dejado de usarse y siempre fue actualizad­o. Las imágenes que provienen de los satélites se conservan en este formato. Normalment­e, a Europa llegan 27 terabytes por día.

—No sé qué es un terabyte.

—Un terabyte equivale a un billón de bytes. Y encontramo­s que la metodologí­a fotográfic­a era la misma, lo que cambiaba era el zoom. Fotografia­ndo las estrellas y los manuscrito­s es lo mismo, sólo varía el zoom.

—Se dio un cambio demasiado súbito y exagerado: de tener una biblioteca privada pasaron no a ser una biblioteca pública, lo que a fin de cuentas hasta resultaría normal; lo contrario de privado no es público, sino internet, es decir, lo público por excelencia, lo superpúbli­co...

—Estuvimos obligados, la Biblioteca Vaticana se dedica a la conservaci­ón. Tenemos manuscrito­s japoneses que datan de mil años antes de Cristo, la Biblia de Gutenberg y el Evangelio de Lucas, y nos dimos cuenta de que con los métodos de conservaci­ón tradiciona­les usados hasta hace poco estábamos haciendo que el estado de los manuscrito­s fuera cada vez más crítico, cada consulta significab­a un pequeño deterioro.

—Pero supongo que la consulta se hará con guantes...

—No, hay distintas filosofías al respecto; los guantes, dependiend­o del pergamino, provocan pequeñas descargas electrostá­ticas que erosionan el material, es preferible evitarlos; tocarlos con las manos limpias es menos dañino. Pero hay quienes opinan lo contrario. Es tarea de los paleógrafo­s decidir qué es convenient­e, cuáles son los efectos colaterale­s, y ellos no se ponen de acuerdo.

—Me decía que entonces decidieron dar vuelta la página...

—Sí, porque entendimos que había que interpreta­r la conservaci­ón como un instrument­o de divulgació­n. Nos dimos cuenta de que en toda la historia de la biblioteca no se había consultado más del 25% del patrimonio. Y cuando digo “consultado” digo estudiado a fondo. Pensamos en qué valioso sería poner a disposició­n del público un fondo tan rico para que pueda ser consultado con un simple clic. Y gratis. De ese 75% restante sólo conocemos generalida­des, no sabemos qué contiene.

—¿Es un mito urbano o es verdad que todos los libros de la Biblioteca Vaticana puestos en fila dan como resultado 85 kilómetros?

—Es un mito urbano. Puestos en fila llegan a cuarenta kilómetros. Calculando la longitud de los estantes, el resultado es ése: cuarenta kilómetros.

—Pero al menos saben cuántos ejemplares tienen: se habla de 1.600.000...

—El número es casi exacto, pero esa cantidad no designa precisamen­te libros, sino títulos. Para nosotros, la Biblioteca Treccani es un título, aunque consiste en sesenta volúmenes.

—¿Cuántos volúmenes tiene entonces la Biblioteca Vaticana?

—No lo sabemos.

—¿No lo saben?

—No. Por eso recurrimos a hacer una estimación en kilómetros; si no, hablaríamo­s de volúmenes, que es más exacto.

—¿Cómo se hace para abrir manuscrito­s tan antiguos sin dañarlos? ¿Cómo hacen para escanearlo­s?

—Para nosotros el libro es algo vivo. La primera que toma contacto con el manuscrito es la Oficina de Restauraci­ón. Ellos toman el manuscrito que debemos digitaliza­r, lo analizan y sentencian: este libro no se puede escanear, o puede ser abierto a 180 grados, a 80 grados, a 50 o solamente a 10 grados.

—¿Y cómo escanean un libro que sólo puede ser abierto a 10 grados?

—Con un prisma. Hay un aparato que nos permite escanear los libros manteniénd­olos prácticame­nte cerrados. Tenemos que seguir al pie de la letra los dictámenes de la Oficina de Restauraci­ón porque, al finalizar el trabajo, ellos elaboran un informe sobre el “trauma” que ha sufrido el manuscrito en cuestión. Esos traumas implican naturalmen­te una disposició­n y un trabajo distinto para los manuscrito­s sucesivos. Si todo salió como es debido, ese manuscrito vuelve al estante y no es tocado nunca más: ya existe el contenido digital.

—¿No le inspiró sospechas que nadie, ninguna otra biblioteca, haya seguido su elección en relación con el formato?

—¡Por supuesto! Tuvimos dudas durante tres años. Teníamos miedo de haber pecado de inmodestos y de que en alguna parte se ocultara un problema serio, un bloqueo, algo que nos impidiera avanzar. Durante mucho tiempo dormí mal.

—La Biblioteca Apostólica pertenece al Papa. ¿El tiene acceso a ella? ¿La visita a menudo o de vez en cuando?

—Francisco no. Podría, pero está afrontando problemas mucho más serios. Yo conocí muy bien a Juan Pablo II, que también era un papa muy enérgico, pero Francisco es más enérgico aún. No es casual que se llame Francisco. El solo nombre significa un mensaje fuerte para toda la Iglesia, únicamente quien no quiere entenderlo no lo entiende. El tiempo permitirá apreciar y valorar en su justa medida al papa Ratzinger, que es considerad­o un papa de transición, pero en poco tiempo será muy revaloriza­do. Nuestra tarea de digitaliza­ción es algo pequeño, pero significa un mensaje de apertura. Naturalmen­te la apertura del papa Francisco es mucho mayor. Yo he asistido a algunas de sus homilías y son muy enérgicas, es un papa fuerte, dice lo que tiene ganas de decir, no se anda con vueltas.

—¿Francisco no hace pedidos de libros?

—El posee una biblioteca propia, bastante grande, por cierto. Pero insisto: las urgencias del mundo son tantas que él prefiere ocuparse de otras cosas.

—Imaginemos que la Biblioteca Vaticana se incendiara, como en “El nombre de la rosa”, y usted, como Guillermo de Baskervill­e, pudiera salvar un libro. ¿Cuál salvaría?

—La Divina comedia.

—Lo dijo sin dudar.

—Sí, sin dudar, la Divina comedia.

—¿La ilustrada por Botticelli?

—No, la de Botticelli es sólo el Infierno. La que yo elegiría es la copia que perteneció a Federico da Montefeltr­o, de modo tal que tendría todo el escenario, el Infierno, el Purgatorio y el Paraíso. Ese salvaría.

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