Ángel de la guarda, dulce compañía
Para él, tomar la iconografía religiosa y volverla un gesto político como un modelo de escarnio era todo lo contrario a su práctica artística. Por eso Santiago García Sáenz (1955-2006) pensó lo que pensó sobre Ferrari: “Yo creo que León se quedó con el catecismo de su infancia, que es de hace 80 años. El Concilio Vaticano Segundo fue en el año 62; ahí se explica claramente que el infierno no existe, que no es más que la ausencia de Dios en la tierra. A mí, una de las cosas que más me molestaron de León fue que se burlara de la devoción popular, que se riera de la gente más humilde. La gente que va a los santuarios está rogando por trabajo, por salud, por lo que sea. La gente más humilde siempre es la más devota. Yo creo que en esa burla hay un espíritu muy clasista. Y no es casual que los que más lo apoyan a León son todos intelectuales de clase media alta, tipos descreídos de todo que al mismo tiempo son intransigentes e intolerantes, porque lo que pretenden es destruir la Iglesia”. En las antípodas de su visión, Ferrari desarrolla menos lo que García Sáenz explica que un anticlericalismo a la italiana: furioso y radical. Mientras que él, es casi un pintor de iconos, un Andrei Rubliov descolocado en tiempo y lugar pero con el misticismo y la impronta que aparece en el retrato que hace del ruso Tarkovski en su película. “No pinto para los hombre sino para Dios”, dice el protagonista del film. García Sáenz había encontrado una alternativa intermedia: su ángel custodia lo ponía en contacto con la divinidad y de algún modo, transaban voluntades.