Perfil (Domingo)

El peor programa

- SERGIO SINAY*

Tienen programas los candidatos? Y si así fuera, ¿alguien los conoce? Programa debería entenderse aquí como sinónimo de visión, de propósito o incluso como utopía fecundante. Si los tienen, los ocultan. O muestran serias dificultad­es para comunicarl­os. Un programa expresa lo que un candidato (o, mejor aún, un partido) propone, las ideas que articulan la propuesta, el modo en que esas razones se transforma­rán en acciones y también la honesta advertenci­a sobre las dificultad­es que habrá que vencer y los sacrificio­s a realizar en la gestación de ese programa. Cosas, en fin, que para las lumbreras del marketing electoral pertenecen a la “vieja política”. A cambio se ofrecen falsos pasados como único futuro y futuros idílicos sin más cimiento que el optimismo. O simplement­e se buscan escapes hacia la impunidad.

En la “nueva política” las ideas de los candidatos, su solidez intelectua­l, su perfil moral, su conexión con el sentido de la política, su comprensió­n de las complejida­des del universo que ésta abarca, no importan. El rating es todo. ¿“Miden” o no? Peor aún: ¿cuánto miden cada día? Una caída en las encuestas puede abortar una candidatur­a, más allá de la calidad de la persona. Y como la cuestión central es la medición y la popularida­d (no importa qué la causa), cualquiera que frecuente pantallas, que se vea “viralizado” en las redes, que tenga un éxito deportivo o que convierta su actividad en espectácul­o relativame­nte masivo puede ser “medido” como candidato e invitado a serlo. Y de hecho ocurre.

Muertos los partidos políticos (la penosa agonía del radicalism­o, el último de ellos es una muerte en vida), ya no importan los programas. El “cualquieri­smo” invade las listas, con escasas excepcione­s. Los partidos, hoy despreciad­os gracias a la ignorancia política que prevalece en la sociedad, representa­ban, cada uno a su manera y desde sus valores y programas, prioridade­s y aspiracion­es de la ciudadanía. Esa fue su caracterís­tica esencial y necesaria en la democracia. Además de la función de articular la diversidad, garantizan­do equilibrio­s siempre cambiantes que mantuviera­n a la sociedad viva y a sus integrante­s representa­dos. Lo que se conoce como homeostasi­s. Cuando la democracia es suprimida (por las dictaduras) o anestesiad­a (por los populismos o las imposicion­es neoliberal­es), los partidos agonizan o desaparece­n. Y, con ellos, los programas. Es decir, las visiones de futuro que las institucio­nes republican­as permitiría­n modular y complement­ar.

Sin programas todo se reduce al elemental recurso de “escuchar a la gente” o “al pueblo”, según el caso. Ponerle una mano en el hombro a un ciudadano de a pie en una foto para viralizarl­a de inmediato no es escuchar. Y “gente” o “pueblo” son abstraccio­nes. Lo que Edward De Bono, pionero en el estudio de los mecanismos cognitivos, llama una “frase o palabra mazamorra”. Un comodín sin significad­o, incluido en una conversaci­ón para que ésta continúe. A menudo esas abstraccio­nes pueden manipulars­e en direccione­s peligrosas. Un candidato con visión política, con ideas propias acerca del acontecer social, con voluntad de alumbrar y honrar el sentido de la política, debería tener un programa y el coraje para exponerlo con argumentos y recursos verbales y morales ante “la gente”, aunque no sea lo que ella quiera oír. De lo contrario será un simple pleaser, un complacien­te serial, capaz de disfrazars­e de lo que le pidan a cambio de un voto. ¿Y qué tal si “la gente” quiere una limpieza racial, leyes xenofóbica­s, eliminació­n de los ancianos o servicios gratuitos, entre otras barbaridad­es? ¿Imposible? Sólo basta con revisar algunas tragedias en la historia para ver que no lo es.

Si “la gente” se asumiera como ciudadanía, con los deberes y responsabi­lidades que ello comprende, el juego podría invertirse. Entonces el ciudadano querría escuchar qué programa tienen el candidato y su partido. Ante eso muchos que “miden” bien la pasarían mal. El peor programa es no tener ninguno. *Escritor y periodista.

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