Perfil (Domingo)

De puño y letra

Martín Caparrós, periodismo literal y literario

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VIDELA BOCA ABAJO. Eran justo las ocho y media cuando el Peugeot 504 dobló desde Cangallo despacito, tranquilo, y tomó por la Costanera hacia el fondo, hacia la fragata Sarmiento. El coche era gris, reciente, absolutame­nte discreto; sólo tenía una antena de más.

Liliana Heker y Ernesto Imas me lo habían dicho un par de días antes.

—Cuando lo vi por primera vez no lo pude creer. En realidad no lo vi, lo escuché. Estaba haciendo flexiones y de pronto escuché una voz muy seca, muy cortante, que me dice: “Buenos días, señor”. Ahí levanté la cabeza y lo vi, y creo que todavía me dura la impresión.

Dijo Imas. Y Heker dijo que no sabían qué hacer.

—Queríamos que se supiera, nos parecía terrible que este hombre anduviera trotando por acá como si nada hubiera pasado.

Una antena de más no es gran cosa en estos tiempos. Adentro del coche –C1386767– había una señora obesa, un gorila reventón y un hombre flaco y de bigotes que manejaba con la ventanilla abierta, empapándos­e del fresco de la mañana. El ex general, ex presidente, ex salvador de la patria, ex convicto y ex asesino Jorge Rafael Videla se dirigía, como todos los lunes, miércoles y viernes, a cumplir con sus ejercicios matinales.

—Empezó a aparecer a fines de octubre –había dicho Imas. Y desde entonces no faltó nunca.

A Calviño y a mí el coche nos tomó de sorpresa. Aunque lo esperábamo­s, se nos debe haber notado el escalofrío de verlo, porque, en vez de parar, el coche siguió de largo, dio la vuelta y enfiló hacia la Ciudad Deportiva. Creímos que lo habíamos perdido: yo pensaba que, al menos, le habíamos arruinado su mañana sportiva, y ya imaginaba piquetes de voluntario­s que pasearían distraídam­ente por todos los lugares que el hombre suele frecuentar, tanto como para joderle un poco la vida.

Lo esperamos un rato más, y no volvía. Al final, empezamos a caminar hacia la glorieta de Luis Viale. Casi llegando lo encontramo­s; al lado, recostado contra la baranda de la Costanera, el goruta leía en la Crónica el empate de Boca; un poco más allá, sobre el césped del boulevard, el ex resoplaba por el esfuerzo de unos abdominale­s.

—No voy a hacer declaracio­nes. Estoy realizando mi actividad diaria.

Hacía un rato que yo caminaba a su lado. El forzaba el paso y fingía no escucharme. Yo gritaba:

—¿Pero no le preocupa estar así en un lugar público? —¿Usted tendría miedo? —Yo no he hecho lo que usted ha hecho. —Son cuestiones de criterio. Dice ahora, tajante, sin haberme mirado ni una vez, y se larga a correr, revoleando las piernas flacas. Va solo; el guardaespa­ldas se quedó con la Cró

nica y él trota, tranquilo, como quien silbara. Usa un short azul, una camiseta celeste y en la mano tiene una toalla que se pasa de tanto en tanto por la frente. Para un señor de sus años y sus muertes, su estado físico es notable.

Aunque el sudor y la agitación le marcan las venas de las sienes, que palpitan como si prometiera­n un estallido.

El lugar es idílico, muy verde y casi desierto. Hay jacarandás en flor, un sol benigno, voces de muchos pájaros. En medio del boulevard, entre los árboles, un grupo de chicos de colegio se está rateando con gritos y empujones. El ex pasa a su lado, alguien lo reconoce y todo el grupo se inmoviliza, enmudece, se congela. —Yo lo mato con la indiferenc­ia. Dirá, más tarde, un petiso de rodillera roja y pelo corto, uno de los habitués.

—A mí me mata que el tipo corra como si fuera uno más, con todo lo que hizo, pero lo mejor es matarlo con la indiferenc­ia.

—Sí, porque se ve que te mira como tratando de que lo reconozcas, de que le digas algo. —Sí, te desafía. —No, quiere que lo saludes. Al principio se quedaba allá en el fondo, cerca de la fragata, pero ahora se animó y se viene hasta acá, ya ganó confianza.

Dirá otro corredor, un cuarentón de canas bien peinadas y jogging impecable, sin sudores.

—Yo acá vengo a correr y el resto no me importa, viste.

Aclarará uno de rulos rubios atados en una colita y musculosa verde con vivos amarillos.

Pero ahora el ex sigue con el trote, suave, sostenido, y un diariero que pasaba en bicicleta se le ha puesto a la

Imaginaba piquetes de voluntario­s por los lugares que suele frecuentar, tanto como para joderle la vida

La Costanera Sur es una ruina de lo que la patria iba a ser cuando tenía un futuro

par y lo cubre de elogios. No se oyen las palabras pero se entienden los gestos, las sonrisas. Desde un camión también lo saludan y el ex responde, con el brazo en alto.

—El otro día él venía corriendo adelante mío y yo pisé medio fuerte, para ver qué pasaba, y él se dio vuelta enseguida, se sobresaltó. El tipo debe tener miedo, con el pasado que tiene. Dirá el del jogging impecable. —A mí no me da un asco especial, no más que cualquier milico –dirá, ya casi al final, un pelado de sesenta, muy bronceado, que se bajará de un Renault 18 con sus pantalones cortos y su acento reo–. Porque a mí no me hizo nada, ni a ningún familiar mío, así que yo contra él no tengo nada. La verdad que es un pobre tipo que no lo dejan tranquilo, que tiene que andar con custodia, mirar para todos lados.

La Costanera Sur es un vestigio de otros tiempos, de otro país. Una ruina de lo que la patria iba a ser cuando tenía un futuro, una parte de la ciudad que la naturaleza está recuperand­o poco a poco. Aquí el río se dejó invadir por la tierra salvaje; aquí ha instalado su cabeza de puente la vanguardia de los yuyos que algún día serán Buenos Aires. En la glorieta coquetona, muy fin de siglo, el doctor Luis Viale, que hace ciento veinte años le ofreció su salvavidas a una dama en un naufragio para poder ahogarse como un caballero, sigue tirando el mismo salvavidas a un yuyal florecido por los calores –que supo ser el río. Aquí, el mundo se ha detenido en aquel gesto de bronce, inútil, perfectame­nte innecesari­o: salvavidas arrojado a la tierra. Más allá, más tarde, otra corredora, treinta años largos y mallita stretch, rubiona de tintorería, interpelar­á al pelado:

—No es un pobre tipo, es un asesino condenado por la Justicia.

—¿Qué Justicia? ¿La misma que lo largó? La Justicia sólo sirve para condenar a los pobres tipos. La Justicia largó a estos y a los otros, en cambio mirá a Monzón, que tuvo un desliz y sigue adentro. Lo que no me expli-

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ILUSTRACIO­N: JUAN SALATINO

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