Perfil (Domingo)

Convencion­es

La estela de oro es una banda que sube como una enredadera desde la cintura hasta los hombros, perdiéndos­e apenas en los pechos plenos, el escote abierto, la piel blanca

- SELVA ALMADA

en Guayaquil el cielo está gris, encapotado, y sopla un aire caliente que se agradece cada vez que una sale del frío de morgue del hotel y el centro de convencion­es, del shopping y la estación de servicio, del interior al exterior. Siempre pregunto si irá a llover, por decir algo, por sacar conversaci­ón a taxistas, botones o mozas y siempre me dicen que no, que la temporada de lluvias ya terminó. Me extraña que haya tanta certeza con el clima.

La primera mañana en el hotel trepo al ascensor para bajar al desayuno y en el piso siguiente lo toman por asalto unas tres o cuatro parejas, hombres y mujeres de 50 años para arriba. Van vestidos como viste la gente grande cuando sale de vacaciones o esparcimie­nto: arreglados pero cómodos, con una dudosa idea de lo que se considera elegante sport. Además llevan pañuelos al cuello y una especie de credencial enganchada a la ropa con el dibujo de la virgen de Schoenstat­t; no es que yo pueda distinguir­la de otra cualquiera, lo dice la tarjeta, que también reza: congreso de matrimonio­s latinoamer­icanos. Están contentos, de buen humor, aunque es muy temprano. Se preguntan cómo durmieron, si están bien, bendito sea el día que los espera. Supongo que dios te alegra. Cierro los ojos, pienso en otra cosa hasta que el cubículo da un cimbronazo y las puertas se abren y yo abro los ojos justo para ver la mano de una de las señoras echándonos bendicione­s a todos, a mí también aunque un poco me atajo, me encojo.

Salgo y miro de reojo esperando no encontrarm­e a ningún escritor. No me gusta hablar con nadie a la mañana, me pego un poco a las columnas del restorán, miro el plato donde pongo medialunas y queso, la taza que lleno de café con un chorro de le- che. Después sigo hacia la mesa mirando para abajo, como una equilibris­ta concentrad­a aunque, claro, es para evitar encontrarm­e con alguien. Ya a salvo en una mesa solitaria, la más chiquita y alejada o escondida que encuentre, como sin levantar la vista del celular aunque ya haya chequeado todos los mensajes antes de salir de la habitación.

Entonces algo pasa por mi lado, una estela dorada, un aire cálido, a rosas… Miro por el rabillo y veo las piernas larguísima­s, la cadera generosa. La estela de oro es una banda que sube como una enredadera desde la cintura hasta los hombros, perdiéndos­e apenas en los pechos plenos, el escote abierto, la piel blanca. Un cuello que termina en una cabeza rubia, de pelo abundante y hermoso, ojos claros y pestañas que darían sombra a un peregrino, boca ancha, make up perfecto a las siete de la mañana. La banda dice Rusia. Ahora sí levanto la vista y las veo flotar entre las islas de comida: bandas que dicen Myanmar, Uruguay, Japón, Haití… enroscadas a cuerpos tan gráciles y lindos como el de la rusa, cubiertos de vestidos de noche, adhiriéndo­se a curvas imposibles, dejando ver retazos de dermis de pigmentos varios. Además de los matrimonio­s católicos, en el hotel hay una convención de misses.

Los días siguientes serán raros, como suelen ser los días en los hoteles, el tiempo en los hoteles, ese limbo entre el horario de trabajo y el horario de las comidas. Pasaré el rato repartido entre las misses, sus risas de animalito joven, las selfies que se sacan todo el día, sus ensayos de desfile alrededor de la pileta. Y las parejas de católicos que llegan tarde por la noche y se quedan charlando en el lobby, hablando de testimonio­s, riéndose fuerte, colorados, enérgicos. Contrastan con la belleza anémica de las misses. Dios no nos alcanza a todos.

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MARTA TOLEDO
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