Fumador pasivo
según el lugar y la época, el acto de fumar puede ser estético. En mi juventud, me deleitaba observando a fumadores acodados en mesas de café, reclinados en fachadas o simplemente haciendo tiempo en esquinas. Incluso en los semblantes más grises, el humo del cigarrillo imprimía algún misterio, desalienaba. Nunca fumé, pero por los hábitos de la sociedad en los ochenta, noventa y los primeros años del siglo veintiuno, es como si lo hubiera hecho desde un lugar pasivo. Todos los ambientes que transitaba, bares, cines, oficinas públicas, librerías, colectivos, teatros, estaban atestados de fumadores que ejercían ese acto que yo consideraba poético. Había en el fumar, además de rebeldía e inconformismo, una predisposición espontánea a la meditación y el goce. Los ojos de los hombres al pensar se volvían melancólicos y profundos. Las mujeres adoptaban una sensualidad atemporal y portaban un plus: besar a una chica con aliento a tabaco inmediatamente reforzaba su transformación en mujer. En los boliches el aire tenía consistencia de neblina. Y uno, en la oscuridad, aunque la ropa quedara impregnada de olor a cigarrillo al día siguiente, no llegaba a percibir lo impenetrable que era ese aire.
Una vez, de día, en un bar de Marraquesh, intuí lo que debía ser esa masa de niebla en un boliche. La selección que dirigía Passarella jugaba contra Inglaterra por octavos de final en el Mundial que entonces se desarrollaba en Francia. Llegó la definición por penales, de pronto, y puedo asegurar que durante los dos tiempos reglamentarios y el alargue, no llegué a divisar más de cinco jugadas, debido a los chorros de humo que los parroquianos marroquíes insufla- ban en la atmósfera. Fue como escuchar el partido por la radio en un idioma desconocido, observando a través de la niebla a hombres que celebraban a la selección argentina. No había en el bar mujeres presentes. Y no había hombre que no fumara y no estuviera en la mesa con su chai. No había alcohol. Presiento que faltaban muchos elementos en aquel escenario para sacarlo de su propia mundanidad y volverlo bohemio, aunque para un extranjero esa reunión de almas fumantes resultara pintoresca. En las mesas de la calle, algunos ancianos ajenos al espectáculo del fútbol jugaban al ajedrez hablando un francés sin caprichos nasales.
Hoy en día, el acto de fumar parece haber perdido su aura. Cada vez que camino por algún barrio de Buenos Aires, observo el cigarrillo en manos extrañas como salvavidas para un ahogado. Ya nadie fuma con parsimonia. Hay desesperación, apuro, asfixia, un atajo para la angustia, incluso resignación. No dejo de pensar que ese modo de fumar sin placer es una señal de malestar en la cultura. Y que en tiempos de macrismo, además de las empresas transnacionales, los pools de siembra, las petroleras y los financistas, quienes se enriquecieron de rebote, en detrimento de la clase media y baja, fueron las tabacaleras. El cigarrillo es una especie de tranquilizante apócrifo –en cada cigarrillo una ilusión instantánea de que hay todavía goce y la vida sigue–, también un compañero para atravesar un trago amargo ante la falta de trabajo o la precarización laboral, o bien una muerte en cuentagotas que, pensándolo bien –o pensando lo peor–, cabría asociar a una de las lentas maniobras de exterminio que en uno de sus actos fallidos electorales Macri anunció: “Una Argentina inmensa con oportunidades de trabajo y pobreza para todos”. Como todo buen intelectual –es decir como toda persona que lee con el lápiz en la mano– soy desconfiado y previsor. Es por eso que antes de romper la monotonía y correr en dirección a un cine –cosa que suelo hacer, como mucho, dos veces por año–, me documento e investigo. Dado que mi hija quería ir a ver
y dado que ir al cine significa para mí una tortura y trato de disuadirla de todos los modos posibles, se me ocurrió leer críticas aparecidas en ocasión de su estreno en los Estados Unidos y leérselas a ella. (Creo en la lectura en voz alta solamente con fines disuasivos.)
habla de la vida de algunos emoji que viven dentro de un smartphone, en la ciudad de Textópolis, y de uno de ellos, Gene –un emoticón Meh, o sea “cara de nada”–, nacido con una falla técnica, lo que le permite cambiar de expresión descontroladamente, que debe viajar por el smartphone en busca del código que ponga fin al problema y evitar así que su dueño reformatee el sistema, acabando con emojis, ciudad y todo.
es un famoso sitio que agrupa las reseñas de las películas hechas por críticos profesionales. Alfonso Duralde, de tituló su artículo
y dijo esto: “es un deprimente desastre que no es divertido, no tiene ideas, no tiene estilo visual, no tiene actores que hagan cosas interesantes, no tiene un punto de vista ni ninguna de las otras características que podrían volverla algo distinto a una completa pérdida de tiempo”.
Matt Singer, de escribió: “Hay muchísimas palabras con las que se puede describir esta película. Estas son algunas: no divertido, empalagoso, insensato, doloroso”.
Emily Yoshida, de fue más allá y escribió: “Es una de los más terribles y desconcertantes películas que haya visto en mi vida”.
En realidad Yoshida no fue tanto más allá, Lizzie Plaugic en su artículo para la supera: “No creo que pueda decir nada divertido sobre esta película, sólo me hizo desear la muerte”.
Charles Bramesco, del dijo que la película es “engañosa y malvada”, y la definió como “un ejercicio de empresarial que finge ser una película para chicos, pero que en realidad lo que quiere es venderles aplicaciones a los preadolescentes”.
Johnny Oleksinski, del escribió: “Por favor, restauren mis ojos a la programación de fábrica. Vieron un nuevo ejemplo de
sin alma dirigido a los más pequeños”. En Dave Ehrlich se mete con los detalles: “es muy, muy, muy mala (se trata de un hiperactivo producto de propaganda empresarial en el que Spotify salva al mundo y un sorete habla con la voz de Patrick Stewart). alentaba a los niños a usar la imaginación; esa película los alienta a usar la tarjeta de crédito de sus padres”. (Detalle encantador: en la versión doblada que se puede ver en la Argentina la voz de Patrick Stewart es reemplazada por alguien que habla con acento argentino.)
Alissia Wilkinson escribió en un artículo titulado: “No vayan a ver y en el copete aclara: “Es una gigantesca publicidad disfrazada de entretenimiento familiar. Todos los que trabajaron en ella deberían sentir vergüenza”. Y luego, en el artículo: “Más que una película es un insulto.”
Darren Franich, de “Ver abismo existencial”.
Así fue como mi hija y yo nos quedamos en casa viendo otra vez Un caluroso y sincero agradecimiento a todos los anteriormente citados. escribió: es como mirar adentro de un