Perfil (Domingo)

Hoy: ‘Horas-puente’, de Ercole Lissardi

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y la televisión alrededor del mundo.

La construcci­ón de su novela de 1934 recienteme­nte publicada en castellano, nos permitirá acercarnos a una literatura graciosa y corrosiva que si bien abreva en la tradición anglosajon­a del policial –tanto blanco como negro– resulta absolutame­nte original y excitante.

Allí, su detective estrella, Kogoro Akechi, de una capacidad deductiva capaz de interpreta­r la quintaesen­cia de la mente criminal, se enfrenta a una rival pérfida y despiadada apodada “El lagarto negro”, cuya destreza y sensualida­d lo pondrán en jaque. La novela acontece como una contienda marcial: cada espacio resulta un tatami, cada uno de sus veintinuev­e capítulos un round plagado de lances. Todo al servicio de una finísima estrategia argumental, que estructura tanto la historia como la estética de la novela y cuya táctica se sienta en inesperado­s vuelcos en la trama, que transita desde la pureza del razonamien­to policíaco a la crueldad y el sexo perverso. Y viceversa.

Curiosidad ad hoc: existe una versión cinematogr­áfica de realizada en 1968, con ambiente psicodélic­o y guión de Yukio Mishima, quien también interpreta a un inquietant­e “personaje”. En la historia de las comunicaci­ones, las rutas, las distribuid­oras de caminos, los ríos navegables, los ascensores y las conexiones aeroportua­rias, debería hacérsele un lugar al amor para considerar su condición de encrucijad­a. Dos vectores se cruzan, se rozan, se chocan y de inmediato dan lugar a que se encienda una chispa. Pero supongamos que el amor tal como se presenta hoy no nos importa porque, después de todo, es una invención de no más de mil años y, en cambio, nos importa el sexo. La recomendac­ión valdría igual, porque es el cuerpo el que equivale a una ruta que se conecta con otra en medio de un desierto que llamamos vida.

Ercole Lissardi experiment­ó con este tipo de práctica en publicada por la editorial uruguaya HUM en 2007. No habría historia en esa novela si no fuese porque existen las horaspuent­e, ese limbo cronológic­o entre dos horas de clase separadas por una hora muerta. ¿Qué se puede hacer en una hora muerta? Nada. Esperar a que regresen las horas vivas. Pero Lissardi vio en esa pausa un terreno temporal fértil para la práctica sexual, esa ac- tividad que Alexander Kluge llama sabiamente “el entretenim­iento concreto”.

En el registro pornográfi­co del que se jacta ejercerlo como una totalidad (Lissardi “sólo” se considera erróneamen­te a sí mismo un escritor de pornografí­a) hay lugar ya no para los cuerpos que se mueven encimados y desnudos sino para la zoología, la metafísica, la ontología y el drama que mueve los cuerpos: “Qué impresiona­nte cantidad de tiempo es una hora si se la emplea exclusivam­ente en coger”.

La historia de los encuentros furtivos de a diferencia de las fá- bulas moralistas, se da en la asimetría. Andrés, enamorado de su mujer Julieta, no encuentra allí una causa para no engañarla con Irina, totalmente desinteres­ada por su esposo Manuel. ¿Por qué ocurre esto? Sencillame­nte porque se presentó una ocasión y el deseo actúa como el hambre. Pero también porque surgió, de la “nada”, ese paraíso de improducti­vidad. La suspensión del trabajo reacomoda todos los elementos estables del funcionami­ento civil, y lo que brota del fondo de sus jardines resecos es la fuerza de la naturaleza. El cálculo de cuánto más sexo habría si no fuese porque hay mucho trabajo (y sus derivados: burocracia­s, gestiones, movimiento­s falsos, compromiso­s, etc.) no es posible hacerlo sin tergiversa­ciones. Pero en el laboratori­o de Lissardi las cosas suceden drásticame­nte y los números son precisos: una hora menos de trabajo, una hora más de sexo. El triunfo de la bestialida­d en

y en el resto de la vasta obra de Lissardi no es una amenaza para nadie. Al contrario, lo que esa bestialida­d postula es la inocencia del cuerpo en el sentido en que se acepta sin problemas la inocencia salvaje de los niños.

Las horas-puente, dice Lissardi, son “hondonadas”, “pliegues”, “nichos en el tiempo” que parecen abrirse hacia una dimensión paralela, digamos hacia ficciones “existentes”. Es ese nivel elevadísim­o de concentrac­ión del tiempo de los amantes lo que vuelve antológico­s los encuentros que, mientras están sucediendo, ya son en sí mismos una memoria.

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