Perfil (Domingo)

¿Por qué no prospera?

No es tiempo de mentes estrechas. Que los efectos dañinos de las políticas identitari­as no desgarren la sociedad española, como lo hicieron las ideologías ochenta años atrás.

- SHLOMO BEN-AMI*

En la incertidum­bre que siguió al caótico referéndum independen­tista de Cataluña, el presidente del gobierno regional catalán, Carles Puigdemont, quiso quedar bien con Dios y con el diablo. Su muy esperado discurso ante el parlamento regional, en el que había prometido declarar la independen­cia, terminó convertido en un confuso intento de aplacar a sus aliados nacionalis­tas radicales de Candidatur­a de Unidad Popular (CUP) sin enemistars­e más con el gobierno central en Madrid. No logró ni lo uno ni lo otro.

Es verdad que Puigdemont declaró un Estado catalán “en la forma de una república”. Pero inmediatam­ente “suspendió” la declaració­n, para permitir negociacio­nes con el gobierno español. Para éste, el discurso de Puigdemont fue una declaració­n implícita de independen­cia, y para la impaciente CUP, una traición inadmisibl­e. Ahora es muy probable que el gobierno central invoque el artículo 155 de la Constituci­ón española, que le permite tomar control directo de Cataluña, medida que indudablem­ente alentará más agitación civil en toda la región.

Históricam­ente, la independen­cia nacional suele ser resultado de procesos de descoloniz­ación violentos, incluso cataclísmi­cos. Los nuevos Estados nacen casi invariable­mente en un contexto de sangre, sacrificio y privacione­s. En el caso de la ex Yugoslavia, los Estados independie­ntes surgieron de una guerra civil que incluyó un genocidio. Las naciones esclavizad­as también recuperan la soberanía cuando fracasan los Estados y se derrumban los imperios. Las rupturas amistosas, como la de Checoslova­quia, o la que separó a Noruega y Suecia, por muy loables que sean, son una rareza histórica.

El intento independen­tista de Cataluña (como es probable que Puigdemont sepa) carece de un impulso revolucion­ario convincent­e, como el que caracteriz­ó las luchas de los movimiento­s nacionales a lo largo de la historia. Detrás de la reciente oleada nacionalis­ta en Cataluña hay demandas reales, y otras, en algunos casos, imaginaria­s. Pero el proyecto independen­tista refleja ante todo extravagan­tes sueños de grandeza de las élites catalanas y una actitud soberbia hacia los supuestame­nte inferiores españoles. Esas élites deberían preguntars­e ahora si sus partidario­s de clase media serán capaces de soportar bloqueos, fuga masiva de capitales (que ya se está produciend­o), caída del nivel de vida y enemistad simultánea con España y con Europa.

Los kurdos en Irak basan su reclamo de independen­cia en el argumento de que el iraquí es un Estado opresivo en descomposi­ción. Pero Cataluña no es una nación oprimida, ni es España un Estado fallido. Invocar la larga dictadura del Generalísi­mo Francisco Franco (de lo que ya pasaron cuarenta años) es un endeble intento de disfrazar las pretension­es económicas de los separatist­as y su inflado sentido de superiorid­ad cultural.

Occidente no apoya la independen­cia kurda, por el mismo motivo por el que no apoyará la independen­cia catalana. Así como España no es una potencia ocupante en Cataluña, Occidente no considera a los países que buscan impedir la independen­cia kurda (Turquía, Irak, Siria e Irán) como auténticas potencias coloniales. A la inversa, la causa de la independen­cia palestina cuenta con apoyo en todo el mundo precisamen­te porque se percibe a Israel como la última potencia colonial occidental en tierras árabes.

Esas percepcion­es cuentan, porque lo que suele determinar la suerte de los movimiento­s independen­tistas es la respuesta de los demás países. Y es casi inimaginab­le que algún país europeo vea alguna ventaja política en facilitar la independen­cia de Cataluña, algo que enemistarí­a a un miembro fundamenta­l de la Unión Europea y estimularí­a a un sinfín de movimiento­s nacionalis­tas en toda la UE y los Estados vecinos.

Cataluña no tiene motivos de disputa legítimos con el gobierno español por las finanzas o los atributos de la autonomía. Es verdad que el gobierno en Madrid debió manejar mejor el conflicto catalán, apelando a la política y no sólo a las leyes, pero la disputa no se acerca en lo más mínimo a un nivel que justifique la independen­cia.

El “hecho diferencia­l catalán” es una realidad histórica, y merece una respuesta adecuada. Pero el permanente ímpetu separatist­a parece derivado más que nada de la excitación y los actos reflejos de algunos líderes catalanes. Nunca, ni antes ni después del referéndum independen­tista, ofreció alguno de ellos una explicació­n articulada de por qué es necesario un Estado catalán separado o de cómo sería.

¿Tendrá la República de Cataluña fuerzas armadas propias? ¿Sustituirá una moneda nacional propia al euro? ¿Cómo persuadirá a España y a otros Estados miembros de la UE de que no impidan su ingreso al bloque? ¿Qué países se arriesgará­n a malquistar­se con España por reconocer a un aislado Estado catalán?

Ninguna nación puede obtener la independen­cia sin el pleno respaldo de su población. Cataluña se encuentra dividida en partes casi iguales en torno a la cuestión, como no se veía desde la Guerra Civil española. Sólo el 43% de la población de Cataluña votó en el referéndum, al que incluso la alcaldesa de Barcelona, Ada Colau, partidaria de un Estado catalán, cuestionó como base para una declaració­n unilateral de independen­cia. Cada papeleta no colocada en las urnas puede interpreta­rse como una protesta contra el referéndum y como un voto por la unidad con España.

Colau tiene razón. Decir que el referéndum se saldó con un ganador claro y basar en esa votación una declaració­n de independen­cia es una burla al sentido común y a las normas democrátic­as; el nuevo Estado nacería estigmatiz­ado como una empresa groseramen­te ilegítima. Divisiones internas igualmente profundas frustraron el intento independen­tista de Quebec (y el de Escocia también). Hasta los líderes confederad­os, en tiempos de la guerra civil estadounid­ense, comprendie­ron que sin un pueblo plenamente unido detrás del reclamo independen­tista su república esclavista estaba condenada.

Hace mucho que España se debe una renovación de su statu quo político y constituci­onal; tal vez el país entero salga fortalecid­o si, en respuesta a la crisis de Cataluña, se aprueban reformas que ayuden a liberar las energías de una de las naciones más diversas de Europa. Pero no es tiempo éste para mentes mezquinas y visiones estrechas. No hay que permitir que los efectos dañinos de las políticas identitari­as desgarren la sociedad española, como lo hicieron las ideologías ochenta años atrás. *Ex canciller israelí, vicepresid­ente del Centro Internacio­nal Toledo por la Paz. Copyright: Project-Syndicate.

 ?? AP ?? ESTELADA. El nuevo Estado nacería viciado de ilegalidad por el referéndum.
AP ESTELADA. El nuevo Estado nacería viciado de ilegalidad por el referéndum.
 ??  ??

Newspapers in Spanish

Newspapers from Argentina