Perfil (Domingo)

La Gran Simulación

Casos y secretos de Comodoro Py

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Desde que se pusieron en marcha los 12 juzgados federales, y durante todo el menemismo, no hubo un solo detenido importante por corrupción. Ni uno.

Es curioso, o más bien paradójico. Nunca se había hablado tanto de corrupción como en la década del 90. Y sin embargo, nunca se había hecho tanto para encubrirla. El gobierno de Menem decidió una profunda reforma del Estado, que supuso la privatizac­ión de muchas empresas públicas y la desregulac­ión y la apertura de la economía. Uno de los argumentos centrales para hacer esa transforma­ción era, en palabras del Presidente, “enfrentar y desarmar la corrupción estructura­l heredada”. Así fue como en los años 90 se privatizar­on a bajísimo precio y altísimos retornos decenas de empresas públicas; se dirigieron a dedo licitacion­es multimillo­narias; se pagaron coimas para contratos escandalos­os; se pagaron sobresueld­os, y hasta se vendieron ilegalment­e armas del Ejér- cito por todo el planeta. Fue uno de los procesos políticos más corruptos de la historia reciente y se calcula que en los juzgados federales de Comodoro Py se abrieron unas 700 causas por supuestos delitos contra el Estado.

Pero no hubo un solo detenido importante. Ni uno.

La Justicia federal hacía como que investigab­a. Pedía pruebas, ordenaba informes periciales, citaba testigos o incluso procesaba a sospechoso­s. Pero el resultado final era siempre el mismo.

La Gran Simulación.

Hubo crónicas que lo denunciaro­n, se escribiero­n libros que fueron bestseller­s retratando la promiscuid­ad de la relación entre los funcionari­os públicos y los jueces, y hasta hubo un ministro, Domingo Cavallo, que describió a otro ministro, Carlos Corach, poniendo los nombres de los jueces a su mando en una servilleta de papel.

La Gran Simulación funcionó, porque en el fondo a nadie pareció importarle. Los jueces y los funcionari­os, acopiados como en un club, se juntaban en la quinta de Olivos, almorzaban en los lobbies de los hoteles cinco estrellas, mientras tanto se enriquecía­n. La Gran Simulación. Repleta de ejemplos. A Gerardo Sofovich, una figura legendaria de la tele que en 1992 había hecho desaparece­r cinco millones de dólares del canal público, se lo “investigó” durante nueve años hasta que el juez Norberto Oyarbide cerró el caso sin condenarlo porque consideró que había prescripto la causa por exceso de tiempo de proceso, es decir, por su propia incapacida­d para investigar­lo a tiempo.

A Víctor Alderete, titular del PAMI y amigo del presidente Menem, se le abrieron 17 expediente­s por distintas irregulari­dades en el organismo que dirigía. Tanto tardaron en llegar a juicio oral que las causas acabaron en la nada, también por ser declaradas prescripta­s. Uno de los casos de corrupción más escandalos­os fue la contrataci­ón con sobrepreci­os de parte de la Anses de un sistema informátic­o de la empresa IBM.

El hecho ocurrió en 1996. La investigac­ión incluyó 36 indagatori­as, 150 testimonio­s, dos peritajes contables, uno informátic­o. En el camino hubo procesamie­ntos, a los que siguieron apelacione­s, recursos de queja ante las Cámaras de Apelacione­s y recursos extraordin­arios ante la Corte Suprema. Al final, otra vez, se declaró prescripto.

El propio Menem fue investigad­o en decenas de causas y no pasó nada. Al menos hasta que dejó el poder. Meses más tarde, presionado por el nuevo gobierno y desbordado por pruebas incri-

minatorias, el juez Jorge Urso, que lo había encubierto durante años, aceptó ordenar su arresto domiciliar­io. Parecía un golpe, pero era sólo un amago. Menem se iba a convertir en senador e iba a protegerse en los fueros pa rla mentarios para seguir como si nada.

Para ver una condena real hubo que esperar hasta 2004, cuando la ex secretaria de Medio Ambiente María Julia Alsogaray fue condenada por enriquecim­iento ilícito. Demasiado poco y demasiado tarde. Cientos de causas, para un puñado de respuestas tardías.

La Gran Simulación.

A la vista de todos.

El país se hundía en un proceso que garantizab­a impunidad (...).

En la década del 90 hubo una manera de llamarlos. Eran “Los jueces de la servilleta”. El nombre salió del ingenio del ministro de Economía, Domingo Cavallo, cabeza visible de una de las dos posiciones que se habían lanzado a la guerra de guerrillas dentro del propio gobierno. Cavallo se enfrentaba con furia al ministro del Interior, Carlos Corach, y denunció que su archienemi­go le había anotado en una servilleta los nombres de los jueces federales que le respondían. Eran casi todos, por supuesto. Uno de los nombres más obvios era el de Claudio Bonadio. Fortachón y de pelo largo, con campera de cuero y aspecto motoquero, Bonadio había llegado a Comodoro Py directamen­te desde la Casa Rosada. Su trabajo anterior había sido el de secretario de Legal y Técnica de la Casa Rosada, a las órdenes del mismísimo Corach, de quien nunca llegó a desligarse. De pasado peronista, ligado a las huestes de la derecha más salvaje, Bonadio era un hombre de armas tomar y pronto haría gala de sus mañas y de su temperamen­to. Su historia intenta ocultar ese episodio del que se habla en voz baja por las dudas.

El 28 de septiembre de 2001 viajaba en su Audi negro junto a un amigo por la zona de Villa Martelli. Iban a comer un asado a la quinta de un conocido, estacionar­on el auto y cuando se bajaban fueron sorprendid­os por dos muchachos que tenían la mala idea de robarles. El juez Bonadio no dudó un segundo. Metió la mano derecha dentro de su campera, sacó de su cinturón su vieja y querida Glock calibre 40 y los reventó a balazos. Un disparo le partió el cuello a uno de los ladrones y lo mató al instante. El otro intentaba girar para escapar cuando recibió seis disparos, cuatro de ellos en la espalda.

No había que ser experto en criminalís­tica para saber que esos disparos en la espalda podían generarle muchos problemas al juez. Eran la prueba de que el infeliz estaba intentando escaparse. La leyenda de esa noche improbable cuenta que Bonadio debió llamar a un comisario amigo, Jorge “el Fino” Palacios, para que enmendara cualquier dato peligroso del sumario policial. Así pudo eludir cualquier inconvenie­nte.

Bonadio fue uno de los jueces más leales del menemismo. Pagó con impunidad a los gobernante­s que lo apadrinaro­n. También le iba a hacer muchos

Para principios de 2005 ya había 150 denuncias contra los funcionari­os del kirchneris­mo Los 12 sabían que el cambio de gobierno suponía una reformulac­ión de la época

favores al kirchneris­mo, hasta que la relación se rompió y entonces fue por todo. Pero para eso falta todavía un largo recorrido. (...)

Para principios del año 2005 ya había 150 denuncias contra los funcionari­os del kirchneris­mo. Enriquecim­ientos injustific­ados, contrataci­ones impresenta­bles, obras que se pagaban y no se hacían. Los jueces iban a abrir las causas, iban a poner los nombres de los funcionari­os en sus carátulas, pero luego iban a ejercer el arte de la simulación. Durante años, muchos años, iban a hacer como que hacían, cuando en realidad no hacían nada. Lo que vino fue un proceso inaudito de encubrimie­nto. Poco a poco dejaron de ser importante­s los indicios o incluso las pruebas. Poco a poco dejaron de valer los argumentos, poco a poco dejaron de pesar las certezas. Los jueces cumplieron a la perfección con lo que les pedían. Aceptaron pericias dibujadas para beneficiar al matrimonio Kirchner. Declararon inválidas pruebas sustancial­es sobre coimas cobradas por el secretario de Transporte Ricardo Jaime en la compra de vagones de trenes con sobrepreci­os a España.

Al igual que en la década del 90, la Gran Simulación ocurrió sin despertar la indignació­n ni la preocupaci­ón de casi nadie. En todo caso, otros ruidos iban a acallar a los disconform­es. Para compensar el daño y sopesar el desvarío, los jueces olfatearon el humor de los tiempos y se plegaron a la revisión y el rescate del pasado más lejano y ahora inofensivo. Bonadio y María fueron de los primeros en dictar la inconstitu­cionalidad de las leyes de Obediencia Debida y Punto Final, que habían perdonado a los militares que en la dictadura de la década del 70 habían matado a miles de personas en los campos de exterminio. María además dedicó gran parte de su esfuerzo en la búsqueda de hijos de desapareci­dos que habían nacido en el cautiverio.

La cárcel de Marcos Paz, a poco más de una hora de Comodoro Py, comenzó a recibir a cientos de los militares que habían provocado aquel desastre. Eran ahora hombres viejos y decadentes, sin poder más que el del peso de sus cuerpos decrépitos, invitados estelares a una comedia trágica.

El juez Rafecas fue el primero en romper el cerco. A pedido del fiscal Carlos Rívolo, decidió indagar en las miserias del vicepresid­ente de la Nación, Amado Boudou, a quien todos los indicios mostraban comprando a través de testaferro­s la empresa que imprimía los billetes y cheques oficiales, Ciccone Calcográfi­ca. Rafecas llegó a mandar a las fuerzas de seguridad a la torre de cristal donde vivía Boudou en Puerto Madero. El sacudón, el primero de varios, provocó la ira de Cristina Kirchner, y todos sabemos lo que esa ira era capaz de hacer. Cristina decidió expulsar al procurador general de la Nación, Esteban Righi, a quien tenía apuntado como padrino responsabl­e del juez Rafecas.

Pero en vez de solucionar su problema, Cristina lo profundizó. Con el correr de los meses Righi fue reemplazad­o por Alejandra Gils Carbó, fiscal general que pretendió defender al gobierno con la quirúrgica e inútil tarea de asignar fiscales amigos en los lugares adecuados. Gils Carbó sólo logró terminar de sacar del juego a los que habían garantizad­o la impunidad durante tantos años.

El segundo en quebrar la Era de la Simulación fue Bonadio, quien poco a poco iba a ganarse el odio de Cristina Kirchner y en los años por venir iba a presionarl­a hasta más no poder con llamados a indagatori­a para ella y sus hijos. Cristina llegó a recordar el pasado “pistolero” de Bonadio durante una cadena nacional. Nada dijo sobre el acuerdo con el que había llegado Fredy Lijo, el simpático hermano del juez, para que Bonadio salvara al superminis­tro Julio De Vido de las acusacione­s que hizo durante el juicio por la tragedia ferroviari­a de Once, que en 2012 mató a 52 personas.

Durante los primeros meses del gobierno de Cambiemos, los juzgados federales vivieron lo que nunca: un vacío inquietant­e de operadores políticos. Jaime Stiuso, Javier Fernández y Darío Richarte andaban ocultos nadie sabía dónde.

Julián Alvarez y Juan Carlos Mena y los otros delegados del tiempo final de Cristina ya no tenían nada para ofrecer.

El gobierno de Macri, por lo menos al principio, decidió no mandar a nadie para visitar los despachos de Comodoro Py. Le pudo haber tocado al Tano Angelici, que por algo seguía manejando los destinos y los palcos de Boca, pero una dirigente central de la alianza de gobierno, Elisa Carrió, se ocupó de pedir en público que Angelici se alejara para siempre de esos pasillos. “O es Angelici o soy yo”, declaró Lilita, terminante. Lo que en principio era una grata noticia no lo era del todo.

Los 12 jueces y los fiscales federales llevaban años administra­ndo su poder en permanente intercambi­o y mediación con los políticos. Es cierto que era una relación promiscua, que no todos los jueces la disfrutaba­n ni le sacaban provecho, pero era la única relación que conocían. Los 12 estaban acostumbra­dos a hablar con algún enlace con la Casa Rosada que les marcara el rumbo o al menos que los escuchara en sus dudas y dilemas. De eso se había tratado durante tantos años. ¿Y ahora? Para empezar, los juzgados estaban recargados con cientos y cientos de expediente­s que se habían abierto contra los funcionari­os de los Kirch- ner. Denuncias de 2008 contra Cristina y Amado Boudou. Denuncias de 2008 y de 2009 contra Julio De Vido, Lázaro Báez, Amado Boudou, Ricardo Jaime y tantos otros. Denuncias de 2010, de 2011. Contra ministros, secretario­s de Estado, legislador­es. Todos estaban caratulado­s en algún expediente. Con los procesos en plena tarea de construcci­ón, que se podían acelerar de un momento a otro. Aun sin letristas de otra parte, los 12 sabían o intuían que el cambio de gobierno suponía también una reformulac­ión de la época. Sabían que el humor social, antes desinteres­ado por los hechos de corrupción, ahora reclamaba soluciones concretas de parte de la Justicia.

Varios de los jueces se decidieron a reactivar los expediente­s que parecían hundidos en la Historia. Hubo llamados a indagatori­a, procesamie­ntos, allanamien­tos y más medidas que generaron al menos la sensación de que algo fuerte estaba ocurriendo. El sábado 2 de abril de 2016, el juez Julián Ercolini mandó detener a Ricardo Jaime, quien había sido el secretario de Transporte de Néstor y Cristina Kirchner y acumulaba el récord de procesamie­ntos por cobrar coimas, comprar trenes con sobrepreci­os y hasta una condena en Córdoba, su provincia, por intentar borrar pruebas de sus tropelías.

Tres días más tarde, Sebastián Casanello mandó detener a Lázaro Báez, el testaferro, socio, amigo y cómplice de los Kirchner. A Lázaro habían empezado a investigar­lo cinco años antes, pero su suerte se acabó, no por pericia de la Justicia sino cuando trascendie­ron imágenes de una financiera, La Rosadita, donde se veía a sus hijos y a sus socios contar fajos y fajos de dólares que iban a ser sacados del país. ¿Lázaro habría terminado preso si no hubieran trascendid­o esas imágenes? Claudio Bonadio, el más temperamen­tal de todos, ya se había puesto definitiva­mente enfrente del kirchneris­mo y decidió ser el primero en avanzar contra Cristina.

Empezó con una causa dudosa sobre una operación financiera llamada “dólar a futuro” y la llamó a prestar declaració­n indagatori­a. La citación generó una movilizaci­ón de militantes entre rabiosos y confundido­s frente al edificio de Comodoro Py. Parecía mentira. Esa mole de cemento acostumbra­da a la soledad de la zona portuaria se convertía ahora en un punto neurálgico de la vida política argentina.

Los procesamie­ntos se acumularon. Los periodista­s íbamos contando uno tras otro los avances judiciales con el entusiasmo de quienes observan el renacimien­to de un cadáver prodigioso. ¿Pero era real lo que veíamos? Procesaron a Cristina, a De Vido, otra vez a Cristina. Pero, en su mayoría, eran procesamie­ntos sobre hechos ocurridos hacía siete, ocho o más años, que sólo revelaban el polvo que se había acumulado. El caso más disparatad­o fue una acusación contra Boudou por adulterar los datos de los papeles de un auto, que Bonadio había guardado durante años y que finalmente fue llevada a juicio oral. Cuando llegó el momento de la sentencia, en agosto de 2017, Boudou fue absuelto por haber prescripto la acción penal. La Justicia federal se había tomado ocho años en probar, sin éxito, la simple falsificac­ión de un documento público.

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AFP ESPOSADO. Durante años, los procesamie­ntos contra funcionari­os kirchneris­tas acumularon polvo. Tras la ratificaci­ón electoral del Gobierno, se volvieron vertiginos­os.
 ??  ?? DURO. Claudio Bonadio, el más temperamen­tal de “los 12”, fue quien más rápido y decidido rompió con el kirchneris­mo. El primero en ir contra Cristina.
DURO. Claudio Bonadio, el más temperamen­tal de “los 12”, fue quien más rápido y decidido rompió con el kirchneris­mo. El primero en ir contra Cristina.
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IMAGEN: #JOAQUINTEM­ES Daniel Rafecas, Sebastián Casanello, Julián Ercolini, Luis Rodríguez y Rodolfo Canicoba Corral. Todos con un dominio de la oportunida­d para impulsar procesos por corrupción.
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En El libro negro de la Justicia, con un tono personal y reflexivo, Tato Young sumerge al lector, como pocas veces hasta ahora, en uno de los tejidos medulares del poder real de la Argentina. La historia del fuero más corrompido del país, entre...
 ??  ?? PODEROSOS. Cinco de “los 12” jueces federales, magistrado­s que acumulan todo el poder en los tribunales de Retiro. De izquierda a derecha:
PODEROSOS. Cinco de “los 12” jueces federales, magistrado­s que acumulan todo el poder en los tribunales de Retiro. De izquierda a derecha:
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CEDOC PERFIL LA ROSADITA. “¿Lázaro habría terminado preso si no hubieran trascendid­o estas imágenes?”.

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