Bajo la Ley del Habla
El mundo puede estar lleno de elefantes, pero sin la palabra que los nombra jamás llegarían a ser parte de nuestra experiencia ni serían registrados por nuestra conciencia. Sencillamente no existirían. La palabra elefante les da entidad. Lo mismo ocurre con cualquier fenómeno, tanto físico y palpable como abstracto e intangible. La experiencia humana está hecha de aquello que se puede nombrar. Como se cuenta en la Biblia (que, más allá de creencias, ateísmos o agnosticismos, es el gran reservorio de todos los relatos imaginables), tras crear al hombre Dios lo llevó a recorrer el mundo para que fuera ese primer humano quien les pusiera nombre a las demás criaturas con las que habría de convivir.
Resulta esencial tomar conciencia de la importancia de la palabra para no malversarla. Ella alcanza toda su potencia y su esplendor cuando amplía horizontes externos e internos, enriquece las vivencias, refleja con fidelidad pensamientos, ideas, sentimientos y emociones, construye puentes de entendimiento y fertiliza campos de cooperación. Hoy se disparan con facilidad irresponsable vocablos como “nazi”, “facho”, “dictadura”, “represión”, “zurdo”, “desaparecido”, “desaparición forzada”, “izquierda”, “derecha”, y decenas más. Hablan de dictadura quienes nunca la vivieron, y si lo hicieron, sufren de una peligrosa amnesia. Se desenvaina el “nazi” o “facho” con profunda ignorancia acerca de lo que esas palabras dicen de la reciente historia humana, y faltándoles el respeto a quienes fueron víctimas reales de nazis o fascistas reales en tiempos de verdadero nazismo y fascismo. Se revolean los sustantivos “izquierda” y “derecha” con patético desconocimiento de los orígenes y contenidos de estas categorías políticas. Se usa “liberal” o “liberalismo” como pretendido insulto sin la menor noción de quienes fueron, cómo pensaban o que proponían John Locke, John Stuart Mill, Jean Jacques Rousseau o Claude Fréderic Bastiat, por citar sólo unos de los representantes de esta corriente de pensamiento.
Es tal el poder de la palabra que lo que ella nombra se da por cierto. A veces eso ocurre en quien la emite y a veces en quien la escucha. Y muy a menudo en ambos simultáneamente. Así nacen los relatos, que se consideran como hechos verdaderos, y a partir de ellos se modelan decisiones, conductas, discursos y se desencadenan situaciones que pueden ser irreversibles. Esos relatos suelen funcionar como muros dentro de los cuales sus autores quedan atrapados y aislados de la realidad comprobable, negándose a dejar entrar a cualquier evidencia que los desmienta (el caso de “desaparición forzada” es patente). De las palabras usadas sin responsabilidad, sin conocimiento o con intenciones manipuladoras nacen entonces los fanatismos y también los delirios, tanto individuales como colectivos. Allí muere el pensamiento crítico y, con él, una de las funciones más importantes de la palabra, que es la de exponerlo de manera coherente y fundamentada. Nada de esto es nuevo en la Argentina y se puede verificar a la luz de la historia. Pero acaso nunca haya alcanzado la gravedad de los últimos tiempos.
Se le atribuye a un humilde rabino polaco conocido como Chofetz Chaim (su verdadero nombre era Meir Hacohen Kagan), que vivió entre 1838 y 1933, la paternidad de la Ley del Habla. Esa ley se resume en esta frase: “No irás por ahí lanzando habladurías sobre las personas”. Chaim renunció a honores y púlpitos, y se dedicó a trabajar esa ley entre la gente común. Solía repetir esta consigna: “Cierra tus labios para que no escupan chismes, que tus palabras no sean armas”. De la Ley del Habla proviene la siguiente oración que rezaba el rabino en el comienzo de cada día: “Señor, otórgame el don de no decir nada innecesario”. Un propósito muy alejado de los creadores de relatos, los vendedores de promesas, los fanáticos militantes (y militantes fanáticos), los desmemoriados, los oportunistas, los manipuladores que tanto abundan y que tanto desmerecen el don de la palabra, ese don que nos hace humanos. *Periodista y escritor.