Perfil (Domingo)

Cosas que no sabemos

- POR QUINTíN

Entre 1958 y 1962 tuvo lugar en China lo que se conoce como “Gran Salto hacia Adelante”, que causó una cantidad de muertes estimada entre los 30 millones y los 50 millones. Fue uno de los mayores genocidios de la historia: Mao mató más gente que Hitler o que Pol Pot, y sólo Stalin logró superarlo, aunque en un lapso más prolongado. Curiosamen­te, el Gran Salto no forma parte del bagaje cultural de las personas informadas.

Hay razones para eso. La primera es que el régimen chino siempre fue imbatible a la hora de impedir la divulgació­n de sus calamidade­s. Basta pensar en la restricció­n actual al uso de internet. En el caso del Gran Salto, los archivos centrales permanecen secretos y los historiado­res se manejan con algunas fuentes provincial­es que salieron a la luz. Es cierto que los soviéticos fueron maestros en ocultar las estadístic­as oficiales, pero no hay equivalent­es chinos de disidentes como Koestler, Kravchenko o Serge, quienes avisaron tempraname­nte sobre el Gulag fuera de la URSS. Se puede agregar que el primer informe que circuló entre los miembros del Partido Comunista Chino fue el del llamado “incidente de Xinyang” en los años 80, que salió clandestin­amente de China recién en 1989, cuarenta años después de los hechos.

Me enteré de estas y otras particular­idades del Gran Salto gracias a un libro que se acaba de traducir: La gran hambruna de la China de Mao, del holandés Frank Dikötter, en cuyas 600 páginas no hay un párrafo que no produzca asombro y horror. Agrego una: en 1961, François Mitterrand volvió de China y calificó a Mao de “gran estudioso, conocido en el mundo entero por su genio polifacéti­co”. Pero hacia la misma época, el parlamenta­rio conservado­r inglés John Temple declaró que el comunismo funcionaba y que China hacía grandes progresos. Son antecedent­es del apoyo enfervoriz­ado al Gran Timonel por parte de notorios intelectua­les como Jean-Paul Sartre (“Mao, a diferencia de Stalin, no ha cometido error alguno”). La mayor singularid­ad del genocidio chino tal vez resida en su origen: al principio, la hambruna no fue intenciona­l como la que Stalin le infligió a Ucrania, sino producto de la ignorante omnipotenc­ia de Mao, quien embarcó al país en una reforma agrícola e industrial basada en la militariza­ción total y en premisas seudocient­íficas que anegaron la tierra, despoblaro­n los campos, falsificar­on las estadístic­as, degradaron la producción y provocaron el hambre, la violencia, la corrupción y el caos a una escala inédita. Si bien Mao y sus cortesanos no se propusiero­n el terror, cuando la evidencia de la hambruna era insoslayab­le decidieron usar los cereales para pagar la deuda externa en detrimento de la alimentaci­ón de los chinos, así como continuar con los privilegio­s de los burócratas, mientras que se racionaba la comida según el rendimient­o laboral de los trabajador­es exterminan­do en primer lugar a los niños, los enfermos y los ancianos. Pero Mao, nos informa Dikötter, no fue el primero en utilizar obreros que al menor signo de debilidad pasaban a ser subaliment­ados hasta morir mientras eran reemplazad­os por otros en mejores condicione­s. Esto se llamó Leistungse­rnährung y fue idea de un tal Günther Falkenhahn, director de una mina de trabajador­es esclavos en la Alemania nazi.

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FRANK DIKöTTER

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