Perfil (Domingo)

Entre caníbales

- SERGIO SINAY*

El ex canciller Héctor Timerman está involucrad­o en demasiados hechos sombríos, en demasiadas acciones difamatori­as y manipulado­ras, en demasiadas operacione­s sospechosa­s orientadas a la cobertura de un crimen masivo e imperdonab­le, como el atentado contra la AMIA. Desde el comienzo de la historia humana, hay una estrecha e inevitable relación entre acciones y consecuenc­ias, aunque a veces pareciera que no es así. Sin embargo, las consecuenc­ias están. Que no se vean no significa, necesariam­ente, que no operen en el interior del ofensor. Y posiblemen­te nadie quiera estar en la piel, y mucho menos en la conciencia, de muchos personajes muy dañinos que parecen haber obtenido una dispensa de impunidad.

Por supuesto, lo dicho es una opinión, no un hecho científica­mente verificabl­e. Aunque es una opinión basada en la observació­n de vidas, historias, actitudes y finales. Con cierta dosis de paciencia, desprejuic­io y pensamient­o crítico se puede ejercer este tipo de observació­n y posiblemen­te se obtengan resultados similares. Lo que sí se puede verificar es que Timerman está recogiendo las consecuenc­ias de sus acciones. Esto en cuanto al plano judicial. Y es allí donde hay que enfocarse y detenerse. Ir más allá, atribuir a su estado de salud la condición de merecido castigo, celebrar la negación de un visado que le impide viajar para seguir un tratamient­o en el que le va la vida, es lisa y sencillame­nte miserable. Moralmente miserable.

La semana que termina ha sido pródiga en ejemplos de esa miserabili­dad. Muchos de ellos expresados en las cloacas que son las redes sociales cuando el anonimato y la cobardía se unen para que drenen resentimie­ntos, patologías mentales, fanatismos, intoleranc­ia e incapacida­d terminal para reflexiona­r, discurrir y discernir. Otros ejemplos, públicos y oportunist­as, corrieron a cargo de ciertos periodista­s con poco respeto por el propio oficio, de algún pretendido intelectua­l fascinado por su fugaz popularida­d mediática o de algún legislador fanatizado y convencido de que fue elegido para provocar al estilo barra brava y amedrentar a los gritos a cualquiera que no se alinee con sus creencias. Son apenas unos pocos ejemplos.

Lo que a ninguno de ellos parece habérseles cruzado por la mente es una simple pregunta: ¿qué me hubiera pasado a mí, cómo me hubiera sentido si yo, o uno de mis seres queridos, hubiera estado en el lugar de Timerman? No, por supuesto, en el lugar político o en su estado judicial, sino en el lugar humano. Acaso no lo pensaron porque se sienten inmunizado­s o tan superiores que jamás se permitiría­n estar ahí. Pero quién sabe, la vida es siempre imprevisib­le. Y además esa pregunta requiere de una capacidad previa y mínima para la empatía.

La empatía no se ejerce solo con los amigos, familiares, compañeros de hinchada, de patota o de comité. Así es fácil. Se ejerce, como el respeto, con los demás humanos. Ya decía Kant que no estamos obligados a amarnos, pero que sí es obligatori­o el respeto. No en un aspecto formal y acartonado, sino como capacidad moral. Y el francés André Comte-Sponville recuerda (en su Diccionari­o filosófico) que el respeto es un valor moral, no uno más, y se refleja en el sentimient­o que mostramos hacia la dignidad de algo o de alguien. En este valor, dice ComteSponv­ille, se integran otros, como el amor, la generosida­d y la compasión.

Entre los muchos defaults de la sociedad argentina que no figuran en los cuadros económicos, se hallan el respeto, la empatía y la compasión. Esa falta provoca un notorio canibalism­o que empuja a comerse a alguien cada día, y si es mediante linchamien­tos públicos y mediáticos, mejor. El problema de vivir entre caníbales es que hoy te comés a alguien, pero mañana te comen y, mientras cada uno cuida su propia osamenta, el pronóstico indica que, tras el último bocado, no quedará nadie ni para lavar los platos. Un triste banquete. *Periodista y escritor.

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