Las trampas de la violencia
Un joven escritor italiano medra en los intersticios de la Justicia de su país circa 1980. Rescata a un fiscal imaginario, hijo de partisano, pobre entre pobres, que a fuerza de inteligencia y dedicación llega a su función. El hijo pródigo, o Cristo apócrifo, como otros tantos. El tema central es la violencia, la lícita y la ilícita. Aquella que fue común a nuestro pasado. De hecho, hoy el pasado nos pertenece, acaso rémora de tantos cruces de frontera atlántica. Pero en esta circunstancia, en la mira de la Operación Gladio (de Ordine Nuovo a la Logia Propaganda Due, y con varios personajes indignos de ficción), del acoso mafioso sobre los jueces Falcone y Borsellino como estigma innombrable, llega un hombre, de cuya brevedad compartimos el calvario como vida.
Giorgio Fontana enfrenta el desafío de reconstruir Milán en la época de su nacimiento. No poca cosa que logra con estudiado método: es Graham Greene su guía, también quien le advierte que no todo hecho es para la felicidad del conjunto. En el sacrificio personal nada es gratuito, ni siquiera la pérdida como recurso. Muerte de un hombre feliz es una novela política como Nuestro hombre en La Habana o El americano impasible. Pero con una diferencia: Fontana es agnóstico, lo arrasó el pasado incomprendido que no lo conforma como contemporáneo de nuestra deriva irracional. En sí, la miseria de la clase política es tan grande que asusta, o intimida.
La guerra revolucionaria, el molde tupamaro, el fraccionamiento de las Brigadas Rojas, son el fondo orquestal de un desajuste ético: ¿en qué momento el odio se hizo tan carnal como para ser vivido como indispensable o conformador de la propia existencia? El idealismo del fiscal Colnaghi no es inocente, lleva en él la culpa del sistema judicial. Rechazando la custodia, investiga a facciones extremistas más allá de su deber. Ahora: ¿de qué deber habla? Fontana remite a una cuestión tal vez básica, anarquista, que mueve al personaje a un régimen de conducta firme, que lo define por fuera de la justicia vigente. Porque obrar bien hace al bien. Y el lector dirá: ¿con qué fin? ¿Acaso tenemos un fin superior a nuestra humilde tara existencial?
Las trampas de la violencia endógena, las organizaciones armadas como sectas tabicadas por la fantasía, no se resuelven por sí. La historia del padre, el partisano sin formación que se juega la vida porque era lo que se debía, reinscribe su forma justa como karma. Ahora, esta novela empuja al lector a la búsqueda histórica. ¿Dónde quedó Aldo Moro, traicionado por sus pares? ¿Dónde los atentados de una derecha fascista organizada por la partidocracia que miraba hacia otro lado mientras empujaba el carro al precipicio? Y en el medio, el funcionario, el hombre obediente a la educación establecida en el marco de la ley. Resuena en él “dentro de la ley todo, fuera de la ley nada”, oscura ironía de Perón cuando la disolución de la Cámara Federal en lo Penal habilitaba la violencia absoluta sin castigo.
Pero importa el hombre feliz, Colnaghi, que trata de entender en el discurso ideológico del otro, en el interrogatorio frontal (una de las
¿Dónde quedaron los atentados de una derecha fascista organizada por la partidocracia que miraba hacia otro lado mientras empujaba el carro al precipicio?
escenas más logradas), el motivo o raíz cuasi suicida. Por qué el desprecio por la existencia, por qué la nada misma como fin. O con una falsa justicia, con la ley escrita en un presente sin oportunidades reales. Ese humano con las car- tas marcadas también se excluye de la falla social contemporánea: el círculo de trabajo lo aparta de los suyos, lo hace extraño a lo cotidiano, como otra forma de soledad. Casi ángel de la verdad, se aparta azorado, conmovido por tantos desajustes de conducta, sufrimientos vanos, ansias de poder que culminan en algo tan efímero como de triste intrascendencia: la proclama, el volante, la magra palabra que en su fin nada agita más que el fantasma de la muerte.