Pensador en la ribera
Descubierto por Roger Caillois y encumbrado por Borges, Antonio Porchia (Calabria, 1885 - Buenos Aires, 1968) publicó un único libro, una de las obras más originales de la literatura local. Gárgola relanza ese libro, en una edición corregida y aumentada.
La cuidada edición de la editorial Gárgola del único libro de Antonio Porchia, Voces –reeditado múltiples veces y modificado por el autor en diferentes ocasiones a partir de 1943–, se basa en la recopilación de Voces reunidas llevada a cabo por dos estudiosos mexicanos (Daniel González Dueñas y Alejandro Toledo, con la colaboración de Angel Ros), publicada sucesivamente por la Universidad Nacional Autónoma de México, PreTextos y Alción. Estas ediciones, que integran los 466 textos de Voces abandonadas (1992) –entre ellos, inéditos– compilados por la profesora Laura Cerrato, alcanzaron a reunir 1.182, lo que hace casi el doble del número de “voces” (601) que Porchia admitió finalmente para formar parte de su obra. Ahora, en la reimpresión de Gárgola se agregan dos más. Esta –en proporción– enorme cantidad de sentencias desechadas señala la rigurosidad de Porchia en la selección de sus textos y, también, el empeño de los recopiladores en rescatarlos de plaquetas, revistas, suplementos culturales, manuscritos y recuerdos personales.
Tr aduc ido a media docena de idiomas (incluido el chino) desde la primera traducción parcial al francés de Roger Caillois en 1948, Voces es un libro que desafía las clasificaciones. En la consagratoria edición de Fayard (París, 1979), en el prefacio, también incluido en Voces reunidas, de Gárgola, Borges se refiere –lo cual supone cierta duda– a las breves frases de Porchia empleando tres palabras diferentes, que no necesariamente son sinónimas: “máximas”, “sentencias” y “aforismos”. Según las definiciones aceptadas, las dos primeras contienen una connotación moral de la que la última carece y, además, como es sabido, Porchia rechazaba que se lo confundiese con un aforista. No por eso se ajustan más a sus “voces” los otros dos vocablos, en primer lugar porque no todas ni la mayoría afirman principios o preceptos morales, si existe alguna que realmente lo haga. El epílogo (sin firma) de la edición de Gárgola expone una serie de rasgos estilísticos de las “voces” (polivalencia, contradicciones, interrogación, implicación, recursividad), a los que habría que añadir el juego con los límites del lenguaje y los aspectos sonoros, que impiden considerarlas simplemente máximas o aforismos.
Resulta no menos apropiado para aproximarse al carácter de las frases de Voces, que tampoco se prestan a definirlas (menos todavía) como adagios o apotegmas, la comparación con otros escritores de gran estilo aforístico. En Porchia faltan el brillo mundano de La Rochefoucauld o Chamfort, el pesimismo doctrinario de Schopenhauer o Cioran, el ingenio de Lichtenberg o de Gracián, el sarcasmo de Bierce o de Twain, el escepticismo de Montaigne o de Nietzsche, la sustancia filosófica de Marco Aurelio o de Wittgenstein en el Tractatus Logico-Philosophicus. Las “voces”, cuya concisión nada tiene que envidiar a esos grandes estilistas, se inscriben en un registro profundamente más doloroso y más sereno, que a veces (solo a veces) evocan la sabiduría del maestro zen. Se entiende por qué se ha vinculado a Porchia con el budismo o Lao Tse, y acaso es cierto de él lo que dijo Claudel sobre Rimbaud –“un místico en estado salvaje”–, pero también cabría decir que se trata de “un pensador en estado salvaje”, si se quiere, o incluso de un pensador-poeta encarcelado en las determinaciones del lenguaje y en la cultura en que vivió.
La autenticidad de Porchia, testimoniada por sus amigos (entre ellos, Juarroz, quien escribió el posfacio de la edición de Fayard), en la reimpresión de Voces reunidas de Gárgola se pone de manifiesto en las tres entrevistas que incluye, sobre todo en la publicada por la revista Vigilia de Castelar en 1964 y por el semanario Confirmado en 1968, pocos meses antes de su muerte. En ellas, además del tono inconfundible del autor, se reconoce que habla como escribe, es decir, “sentenciosamente”, en parte porque se cita a sí mismo; pero en la primera dice que La Nación y Sur lo han publicado por obligación, debido a su reconocimiento fuera del país. De esto se concluye que, de no ser por el deslumbramiento de Caillois ( Voces le está dedicada), que en 1948 trabajaba en la redacción de Sur y descubrió, entre una pila, el libro editado modestamente por la Asociación de Arte y Letras Impulso de La Boca, la obra de Porchia habría pasado por completo inadvertida para los cenáculos de la cultura argentina dominante de la época.
La moraleja es obvia y, se dirá, nada novedosa. Más en relación con Porchia, que casi nunca se movió de La Boca, adonde llegó muy joven proveniente de un pueblo de Calabria, ni del pequeño círculo de escritores y pintores del barrio. Para colmo recién publica por primera vez a los 58 años. En cualquier caso, no sirvieron de mucho para el autor las sucesivas reediciones locales de Hachette, la edición de Fayard (en la que Borges eleva a Voces a la jerarquía de oráculo), la inclusión en antologías, las traducciones, porque para entonces –suele suceder– ya había muerto.
Porchia rechazaba que se lo confundiese con un aforista