Perfil (Domingo)

Quién nos cuida de los que nos cuidan

- CAMILA PEROCHENA*

El caso del policía que disparó y mató a un delincuent­e por la espalda y que fue recibido por el Presidente dio lugar a una serie de declaracio­nes de funcionari­os y asesores del Gobierno que generan, cuanto menos, alarma. Patricia Bullrich expresó que el Gobierno está “cambiando la doctrina de la culpa de la policía” y construyen­do una “nueva doctrina”. Jaime Duran Barba redobló la apuesta al explicar que, según sus encuestas, “la inmensa mayoría de la gente quiere la pena de muerte”. En la misma sintonía, Marcos Peña reafirmó que la decisión de Macri de recibir a Chocobar “no fue un error” y, agregó, que en el Gobierno “no creemos en el gatillo fácil” (como si los excesos cometidos por las fuerzas de seguridad fueran una cuestión de fe).

Entre aquellos que defienden la mano dura en el accionar policial subyace una idea que, en el fondo, es religiosa: los pecados se expían mediante el sacrificio. Se trata de un argumento más pasional que racional que apela a la indudable inquietud que atraviesa a nuestra sociedad, sometida al miedo que despiertan la violencia y la insegurida­d. Una situación que, como sabemos, no se resuelve con mano dura ni con la lógica sacrificia­l que supone el castigo ejemplar del victimario. Las declaracio­nes y gestos de los funcionari­os en los últimos días escenifica­n una sobreactua­ción que está en las antípodas de los principios liberales que en algunos aspectos el Gobierno dice sostener.

Por un lado, Duran Barba esgrime el argumento mayoritari­o. Traer a la agenda pública el debate sobre la pena de muerte en nombre de las mayorías es dejar claro que el marketing político no conoce de límites éticos. Sin dudas, la opinión pública debe ser tenida en cuenta por los gobernante­s. Pero ¿deben todas las políticas públicas basarse en lo que la “inmensa mayoría de la gente” prefiere? La tensión es evidente. Los impulsos democrátic­os fundados en mayorías siempre cambiantes e inestables pueden atentar contra los derechos fundamenta­les. La historia tiene sobrados ejemplos en esta dirección. La misma idea de derechos fundamenta­les significa que están fuera del alcance de las mayorías y de los funcionari­os ocasionale­s de un gobierno surgido de la legitimida­d que proporcion­an las urnas. El derecho a la vida es uno de ellos y, por tal motivo, no puede ser sometido a una lógica plebiscita­ria.

Por otro lado, existe el problema de creer que un gobierno puede “cambiar la doctrina de la culpa de la policía” y, peor aún, enojarse porque “los jueces no lo entienden”. La voluntad de la ministra de Seguridad de establecer una nueva doctrina parece desconocer que existen derechos garantizad­os por la Constituci­ón que no dependen de la “mirada” que el Gobierno tenga de ellos. La tensión entre constituci­onalismo y democracia reside precisamen­te allí. Stephen Holmes lo planteó de una manera contundent­e: “Los ciudadanos necesitan una Constituci­ón así como Ulises necesitó que lo ataran al palo mayor”.

Poco importa si las declaracio­nes estuvieron motivadas por oportunism­o político o por convicción ideológica. En cualquiera de los dos casos, lo que les faltó a los funcionari­os fue sentido de responsabi­lidad y de sensibilid­ad política ante una sociedad que no solo experiment­a la insegurida­d, sino también la convicción de que los gobiernos deben velar para que las fuerzas de seguridad estén siempre sometidas a los principios y mecanismos constituci­onales. El respaldo que el Gobierno da a los excesos cometidos por dichas fuerzas no permite garantizar los derechos fundamenta­les que se supone deben proteger. Cambiar la “doctrina de la culpa de la policía” y presuponer de antemano que no son culpables en un enfrentami­ento es, especialme­nte en nuestro país, tomar un riesgo innecesari­o y potencialm­ente irreparabl­e. El tuit de un colega historiado­r lo resume de forma clara: “Están generando las condicione­s objetivas para que en Argentina haya una interesant­e producción de cine western”. *Historiado­ra.

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