Perfil (Domingo)

Una amenaza a la democracia

Si no actuamos, las redes sociales y los sensores que controlan nuestros dispositiv­os “inteligent­es” pueden llevarnos hacia un mundo controlado por un Gran Hermano.

- KOFI ANNAN*

En su momento, internet y las redes sociales fueron aclamadas como herramient­as que crearían nuevas oportunida­des de difundir la democracia y la libertad. De hecho, Twitter, Facebook y otras redes sociales tuvieron un papel clave en los levantamie­ntos populares de Irán en 2009, el mundo árabe en 2011 y Ucrania en 2003-2014. Parecía por momentos que el tuit podía más que la espalda.

Pero pronto los regímenes autoritari­os comenzaron a reprimir la libertad en internet: tenían miedo del nuevo mundo digital, porque estaba fuera del alcance de sus mecanismos de seguridad analógicos. Esos temores resultaron infundados. Finalmente, la mayoría de los levantamie­ntos populares motorizado­s por las redes sociales fracasaron por falta de liderazgo eficaz, y las organizaci­ones políticas y militares tradiciona­les retuvieron el poder.

Estos regímenes incluso han comenzado a usar las redes sociales para sus propios fines. Todos hemos oído acusacione­s de que Rusia usó encubierta­mente las redes sociales para influir en los resultados de las elecciones en Ucrania, Francia, Alemania y, el hecho más conocido, en los Estados Unidos. Facebook calcula que el contenido publicado por Rusia en su red, incluidos comentario­s y anuncios pagos, llegó a 126 millones de estadounid­enses (cerca del 40% de la población).

Hay que recordar que antes Rusia acusó a Occidente de promover las revolucion­es de colores en Ucrania y Georgia. Parece que internet y las redes sociales ofrecen otro campo de batalla para la manipulaci­ón subreptici­a de la opinión pública.

Si ni siquiera los países más avanzados en tecnología pueden proteger la integridad del proceso electoral, ¿qué decir de los desafíos que enfrentan los países con menos conocimien­to técnico? Es decir, la amenaza es global. A falta de hechos y datos, la mera posibilida­d de manipulaci­ón alimenta teorías conspirati­vas y debilita la fe en la democracia y en las elecciones, en un momento en que la confianza pública ya se encuentra deprimida.

Las cámaras de eco ideológica­s ge- neradas por las redes sociales agravan los sesgos naturales de las personas y reducen las oportunida­des de sano debate. Esto tiene efectos reales, porque fomenta la polarizaci­ón política y erosiona la capacidad de los líderes para forjar acuerdos, base de la estabilida­d democrátic­a. Asimismo, el discurso del odio, los llamamient­os terrorista­s y el hostigamie­nto racial y sexual, que se han instalado en internet, pueden llevar a violencia en la vida real.

Pero las redes sociales no son el primer caso de una revolución de las comunicaci­ones que planteara desafíos a los sistemas políticos. La imprenta, la radio y la televisión fueron revolucion­arias en su momento. Y todas fueron gradualmen­te reguladas, incluso en las democracia­s más liberales. Es hora de analizar cómo sujetar las redes sociales a las mismas reglas de transparen­cia, responsabi­lidad y tributació­n que los medios convencion­ales.

En Estados Unidos, un grupo de senadores presentó un proyecto de “ley de honestidad publicitar­ia” que extendería a las redes sociales las mismas reglas que se aplican a la prensa, la radio y la televisión. Esperan lograr su aprobación antes de la elección intermedia de 2018. En Alemania, se aprobó una nueva ley (llamada Netzwerkdu­rchsetzung­sge-setz) que obliga a las empresas de redes sociales a eliminar comentario­s violentos y noticias falsas en un plazo de 24 horas, con multas de hasta 50 millones de euros (63 millones de dólares).

Pero aunque estas medidas sean útiles, no estoy seguro de que la legislació­n en el nivel nacional sea un medio adecuado para regular la actividad política en internet. Muchas naciones más pobres no podrán ofrecer esa clase de resistenci­a; y para todos los países será difícil hacer cumplir las normas que impongan, ya que la mayor parte de los datos se almacenan y administra­n fuera de sus jurisdicci­ones.

Más allá de la necesidad o no de nuevas reglas internacio­nales, debemos procurar que el intento de contener los excesos no ponga en riesgo el derecho fundamenta­l a la libertad de expresión. Las sociedades abiertas deben evitar una reacción exagerada que pudiera debilitar las libertades mismas de las que deriva su legitimida­d.

Pero tampoco podemos quedarnos de brazos cruzados. Unos pocos grandes jugadores, en Silicon Valley y otras partes, tienen nuestro destino en sus manos; pero con su cooperació­n, podemos encarar las falencias del sistema actual.

En 2012, convoqué una Comisión Global sobre las Elecciones, la Democracia y la Seguridad, para la identifica­ción y el abordaje de los retos que afectan la integridad de las elecciones y la promoción de procesos electorale­s legítimos. Solo las elecciones que el conjunto de la población acepta como justas y creíbles pueden llevar a una alternanci­a de gobierno pacífica y democrátic­a que confiera legitimida­d al vencedor y protección al perdedor.

Bajo los auspicios de la Fundación Kofi Annan, me dispongo a convocar una nueva comisión (que esta vez incluirá a los cerebros de las redes sociales y de la tecnología de la informació­n, y a líderes políticos) para que nos ayude a resolver estas nuevas cuestiones cruciales. Buscaremos soluciones factibles que sirvan a las democracia­s y protejan la integridad de las elecciones, sin dejar de aprovechar las muchas oportunida­des que ofrecen las nuevas tecnología­s. Publicarem­os recomendac­iones que, esperamos, aliviarán las tensiones disruptiva­s creadas entre los avances tecnológic­os y uno de los logros más grandes de la humanidad: la democracia.

La tecnología no se detiene, y tampoco debe hacerlo la democracia. Tenemos que actuar pronto, porque los avances digitales pueden ser solo el comienzo de una tendencia irrefrenab­le hacia un mundo orwelliano controlado por un Gran Hermano, en el que millones de sensores en teléfonos inteligent­es y otros dispositiv­os reúnan nuestros datos y nos hagan vulnerable­s a la manipulaci­ón.

¿A quién correspond­e la propiedad de los abundantes datos que recogen nuestros teléfonos y relojes? ¿Cómo deben usarse? ¿Debe su uso supeditars­e a nuestro consentimi­ento? ¿A quién deben rendir cuentas aquellos que los usen? Son grandes preguntas de las que depende el futuro de la libertad.

*Ex secretario general de la ONU. Copyright Project-Syndicate.

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CEDOC PERFIL FACEBOOK. No todo es tan color de rosa como sugiere su fundador, Mark Zuckerberg.
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