Perfil (Domingo)

Huyó del horror, encontró refugio en la Argentina

- AGUSTINA GRASSO*

Los 11 están sentados a la mesa y en los tres sillones contiguos del angosto comedor, fingiendo que no pasa nada, que es un domingo más. El sol asoma por el ventanal y le ilumina el oscuro rostro a Martina: una mujer de 38 años, oriunda de la República Democrátic­a del Congo, Africa, que viste una camisola negra, una pollera larga de varios colores y una peluca castaña oscura de pelo lacio, que apenas le roza la nuca. Su verdadero pelo es corto y crespo, suave como una lana de acero, pero cuando sale de su casa suele tapárselo con la peluca o con un pañuelo de arabescos naranjas, amarillos y azules.

En sus años de estudiante de psicopedag­ogía en la ciudad de Goma, capital de Kivu del Norte, Congo, su cintura fue fina. Ahora su cuerpo de curvas generosas está semivolcad­o sobre la mesa, sirviéndol­es dos docenas de medialunas a sus diez hijos –Silvia (18), Kevin, los mellizos Carla y Carlos (15), las mellizas Ana y Anette (13), Fortunata (9), Huberto (7) y los mellizos Benedicto y Benedicta (5)– junto con las bebidas.

Comer en la casa de Martina Kyakimwa Kitsa y su marido Pascal Kamate Kavigha, también del Congo, es como una reunión de cumpleaños constante. Su hija mayor, Silvia, junto a Carla, son las únicas que la ayudan. El resto se dedica a ser niños.

En un sillón del comedor, frente a los demás, como un espectador, está sentado Pascal. Recién se une a la escena cuando Silvia le sirve agua caliente en una taza de otra época.

Los niños, sobre todo las niñas, se ríen de la peluca de su madre. La más pequeña, Benedicta, con su cuerpo diminuto y cara de muñeca, intenta pararse arriba de una de las sillas de caño para alcanzar a Martina, sacarle la falsa cabellera y ponérsela ella. Algunos mechones le tapan los ojos. Todos ríen. Ana, callada, hace sonar a Daddy Yankee en Youtube en la sala de la computador­a de azulejos celestes, que antes era un baño.

Los más pequeños se van al patio trasero –rodeado de sogas con ropa colgada, caniles con conejos, una pileta de plástico y una jaula con una gallina que le cuidan a un vecino– a reírse de Huberto, que minutos atrás se había quitado toda la ropa: corre desnudo por el patio. Mientras tanto, su hermana menor,

Es refugiada y llegó desde el Congo a Buenos Aires hace cuatro años. Su vida, la de su marido y la de sus diez hijos corría peligro por dedicarse a tareas relacionad­as con los derechos humanos en un país donde las milicias violan mujeres cada día.

Benedicta, se cubre su cabeza con una caja de cartón y se convierte en fantasma.

—Buuu, buuu –le dice a sus hermanos.

Hasta que Martina les grita a todos que se apuren y a Huberto que se vista, que faltan pocos minutos para las once de la mañana, ese horario en el que asisten religiosam­ente cada domingo a misa. Todos le hacen caso. Empiezan a salir del hogar de fachada amarilla y techo de tejas en Martín Coronado, Buenos A ires, y caminan unas pocas cuadras hasta la Iglesia.

No les fue fácil llegar hasta aquí. Amenazados. En Africa, Pascal y su familia corrían peligro: las amenazas a su vida eran costumbre hasta que una noche, un grupo de hombres armados fueron a buscarlo a su casa en Goma. Antes de encontrarl­o, la policía los capturó y descubrió que eran de una milicia.

—Hace 25 años que en esta parte de nuestro país, en el Este del Congo, hay problemas de guerra: hay guerra civil, guerra política, guerra mineral. Las milicias transforma­ron el lugar en un infierno –cuenta en Buenos Aires Martina.

Las más de 500 tribus que hay en Congo tienen sus propios grupos armados con el fin de controlar la riqueza natural, sobre todo dominar las zonas donde están las minas de coltán (el “oro gris”, que permite que los teléfonos celulares de todo el mundo funcionen); y a este escenario hay que sumarle los poderes gubernamen­tales que bajo el objetivo de “instaurar la paz”, establecen lazos políticos y económicos con estos grupos.

—En el Congo, el pueblo no tiene derecho. Cuando los elefantes se pelean son las hierbas las que sufren. Cuando la población sufre, no sabemos bien qué sucede. Pero los gobiernos sí. Ante eso, a nosotros solo nos queda defenderno­s –agrega ella.

Luego de ese episodio, Pas

"En el Congo, cuando los elefantes se pelean, son las hierbas las que sufren. Cuando sufre la gente, no sabemos qué sucedió realmente"

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CAMBIO. Un recuerdo de la vida en Goma, Congo del Norte.

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