Perfil (Domingo)

Más real que lo real

- LAURA ISOLA

Dicen los que saben –el historiado­r Hippolyte Taine es el que lo enuncia en este caso– que una vez que uno ha visto el retrato del papa Inocencio X que realizó Diego Velázquez es imposible de olvidarlo. La pregnancia en la memoria de esta obra (y de los retratos del pintor español en general) se puede atribuir al modo en que el artista lograba penetrar en la psicología del retratado. Melancólic­os y severos, los rostros de que pintaba Velázquez no hacían concesione­s como algunos de sus contemporá­neos. Por ejemplo, Rubens y Van Dyck adulaban a sus clientes, los embellecía­n, y por lo tanto, tuvieron más éxito entre ellos que el pintor nacido en Sevilla en 1599 y muerto en Madrid en 1666. Si el primer viaje de Velázquez a Italia, que fue en 1629, tuvo al estudio de los grandes maestros como objetivo, el segundo, en 1649 fue más “comercial”. El pintor del rey de España estaba encargado de la compra de pinturas y esculturas y de convencer, sin lograrlo, a Pietro da Cortona para que pinte un fresco en el remozado Real Alcázar de Madrid. Sin embargo, estos quehaceres no le impidieron en 1650, un año antes de su partida de Roma, pintar al Papa. “Troppo vero!”, dicen que dijo el Pontífice ante su propia figura en rojo sobre fondo rojo, su ceño fruncido y expresión tensa que cuelga hoy en el Palazzo Doria Pamphili en Roma. La maestría y realismo con la que habían sido pintados su piel y sus ojos y la barba un poco desprolija alimentan el mito que se teje sobre los retratos de Velázquez: entre la persona y la pintura no se sabe a quién hablarle.

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