La ciencia estricta, entre la tecnofobia y la tecnofilia
En el prólogo del libro de Dominique Raynaud, que PERFIL publica en su totalidad, el epistemólogo señala la necesidad de que los progresos se den a partir de la investigación y no a partir de los negocios.
El que usted esté leyendo estas líneas indica que el tema le interesa y que lo que ha leído hasta ahora sobre él no le alcanza. Esto no es de extrañar, porque los primeros estudios serios sobre la tecno- logía aparecieron recién en el siglo pasado, y ninguno de ellos basta. Por ejemplo, el título de la principal revista sobre el tema, Technology and Culture, fundada en 1959, sugiere que la tecnología interactúa con la cultura, cuando de hecho es uno de los dos motores de la cultura contemporánea (usted ya sabe cuál es el segundo).
Incluso Karl Marx, pionero de la historia de la tecnología, dudaba entre ubicar la tecnología en la infraestructura material o en la superestructura ideal: la admiraba por ser un insumo de la industria, no por su rico contenido intelectual y artístico. Tampoco su admirado Hegel, ni siquiera Kant, se interesaron por la tecnología, quizá porque evocaba el trabajo manual propio del esclavo.
Solamente la franja radical de la Ilustración francesa exaltó la tecnología hasta el punto de asignarle un lugar privilegiado en L’Encyclopédie, dirigida por Denis Diderot e inicialmente también por Jean D’Alembert, a la que Paul d’Holbach dio su impronta progresista sobre todos los temas de religión y política.
Ni siquiera los ilustrados escoceses, en particular Adam Smith y David Hume, ubicaron la tecnología en la cultura, quizá porque la confundían con su antecesora, la artesanía, a la que, sin embargo, apreciaban. A fin de cuentas, muchos de los ingenieros que se distinguieron en la Revolución Industrial centrada en Manchester habían estudiado en Escocia.
Creo que la obra que usted está examinando es el primer estudio de todas las facetas de la tecnología, desde la concepción del artefacto y su circulación social hasta los pro-