El nuevo oso ruso
El nuevo zar Steven Lee Myers
Putin no había calculado mal sus acciones contra Crimea y luego en Ucrania oriental. Simplemente ya no le importaba cómo respondiera Occidente. El cambio en el comportamiento de Putin se agudizó luego del derribo del vuelo 17, según su viejo amigo, Sergei Roldugin. “Observé que, cuanto más lo molestan, más se endurece”, dijo Roldugin. Era como si el levantamiento político en Ucrania lo afectara profunda y personalmente, como una burla en el patio de la escuela que lo forzara a soltar golpes. Merkel, según Roldugin, lo había enfurecido a Putin al desestimar las preocupaciones que él planteó acerca de los radicales en las filas del nuevo gobierno de Ucrania, acerca de las amenazas contra las minorías rusas en el país, acerca de las atrocidades que estaban cometiendo las tropas ucranianas contra civiles. Todos deseaban culparlo a él por el misil que destrozó al avión de línea, pero ¿qué había de las atrocidades cometidas por el gobierno ucraniano contra aquéllos en el Este?
Donde antes había sido paciente con Merkel y otros líderes, ahora se irritaba; donde antes había buscado un acuerdo, ahora era inflexible. “Todo esto lo ha irritado y se ha vuelto más…, no quiero decir ‘agresivo’, pero más indiferente –explicó Roldugin–. El sabe que lo resolveremos de un modo u otro, pero ya no quiere hacer concesiones.”
Para Putin, lo personal se había vuelto política. El pragmatismo de sus dos primeros mandatos como presidente hacía rato había terminado, pero ahora el levantamiento en Ucrania indicaba un quiebre fundamental en la trayectoria que había seguido desde que Yeltsin inesperadamente le entregara la presidencia en los albores del nuevo milenio. Durante 14 años en el poder, se había concentrado en devolverle a Rusia su lugar entre las potencias del mundo, integrándola a una economía globalizada, obteniendo beneficios y explotando las entidades financieras del libre mercado –bancos, mercados de valores, operadores comerciales– para el beneficio de esos magnates más allegados a él, por supuesto, pero también para los rusos en general. Ahora iba a reivindicar el poder de Rusia con o sin el reconocimiento de Occidente, apartándose de sus valores “universales” –la democracia y el imperio de la ley– como de algo extraño a Rusia, algo diseñado no para incluir a Rusia, sino para subyugar- la. La nación se volvió “rehén de las particularidades psicosomáticas de su líder”, escribió el novelista Vladimir Sorokin luego de la anexión.
“Todos sus temores, pasiones, debilidades y complejos se vuelven política de Estado. Si está paranoico, todo el país debe temer enemigos y espías; si tiene insomnio, todos los ministerios tienen que trabajar de noche; si se vuelve abstemio, todos deben dejar de beber; si se vuelve borracho, todos deben darse a la bebida; si no le gusta Estados Unidos, combatido por su querido KGB, toda la población debe tener aversión a Estados Unidos.”
La oposición a Putin –al putinismo– continuaba existiendo, pero los sucesos de 2014 la alejaron aún más hacia la periferia de la sociedad. Los líderes que sí planteaban algún desafío o podían llegar a plantearlo alguna vez eran asediados más que nunca. Algunos se marcharon incluso antes de los sucesos en Ucrania, como Garry Kasparov, que temió un arresto inminente luego de que el comité investigador de Aleksandr Bastrykin lo llamara por teléfono y hablara con su madre mientras él se encontraba de viaje. Una lla-