Del genocidio armenio a ‘The Post’
tranquilidad en la comunidad que difícilmente pueda generarse de otra manera, al menos en nuestro país. Sin perjuicio de ello, la mirada crítica está puesta sobre el sistema judicial que a menudo avanza sobre los que menos pueden defenderse; sobre aquellos que resumen su lenguaje a tan solo 120 vocablos; sobre los mismos que apenas han promediado el colegio primario. Es ante ellos donde la Justicia se pone de pie, con los ojos bien abiertos, la mirada juzgadora, la boca cerrada y mordiendo la punta de la lengua, con el índice en alto y la otra mano en la cintura. Es allí donde la Justicia aplica la ley de la manera más severa, sin evaluar eximentes, sin tener en cuenta atenuante alguno. Esto sucede en los clásicos delitos de robo simple, robo en poblado y en banda, lesiones en riña, hurto de mercaderías y otros. Este panorama no estaría mal, al fin y al cabo, si no fuera por el reflejo de la dicotomía que se observa cuando la misma Justicia evalúa la posibilidad de aplicar la ley a una persona con instrucción universitaria, con recursos económicos y con vínculos políticos. Acá es donde la acción judicial a menudo se detiene a mitad de camino, se queda sin combustible, en el marco de una fatiga previsible desde el inicio de la denuncia. Esto último ocurre, muy frecuentemente, en los casos en que se denuncian hechos de corrupción gubernamental, o de los llamados “delitos de guantes blancos”, cohechos, malversación de caudales públicos, falsificación de moneda, estafas y otras defraudaciones. Hay, por ello, delitos que rara vez encuentran aplicación en los estrados de tribunales. Por eso también es cierto que si se borraran un conjunto de delitos del Código Penal, pues nada cambiaría en el escenario tribunalicio. Hugo López Carribero Director de Derecho Penal Colegio de Abogados La Matanza info@lopezcarribero.com.ar ella también era un mal. Eso siento treinta años después de que la presidencia de Alfonsín nos trajo de vuelta la esperanza perdida con la dictadura. Como en una montaña rusa de inflación, recesión, corrupción, hiperinflación, conflictos limítrofes, blindajes, depresión económica, guerra perdida, saqueos, tarifazos, crecimiento modesto, préstamos stand- by, estanflación, subsidios, fondos buitres, precios controlados, libre importación, retenciones, deuda “eterna” y planes de canjes para autos, heladeras y televisores para mundiales... se me fue apagando la esperanza. Hoy veo un gobierno que, contagiado y entretenido por la ola denunciadora que tanto rédito les dio a algunos políticos para posicionarse en los más altos cargos de la república, ha dejado pasar dos años de la oportunidad de proyectarnos hacia un país mejor. En su momento Alberdi dijo: “Gobernar es poblar”. En otros años era extender las fronteras agrícolas y ganaderas. Más acá construir un proyecto industrial, que sostenga la explotación del petróleo, la industria química, la siderurgia, la metalmecánica, etc. Pero hoy veo que la energía gobernante está puesta en el pasado. ¿Cuántas denuncias y juicios faltan (que sin dudas son importantes) para que se vuelva a poner la energía en un plan de futuro? ¿Por qué no se refunda un banco de desarrollo como supimos tener y que como el Bandes sostiene los proyectos más ambiciosos en Brasil? ¿Por qué seguimos sin un verdadero plan de infraestructura, con más gasoductos, oleoductos, puertos de aguas profundas, extensión de las líneas férreas, marina mercante y más escuelas para sostener la jornada extendida, más urgente que necesaria? Si alguna duda tienen las autoridades, lean la Constitución Nacional, que en ella encontrarán un verdadero plan de gobierno. Deposito pues mi “nueva esperanza” en que otras generaciones de dirigentes sepan y quieran leer nuestra Carta Magna, de lo contrario seguiremos otros cincuenta o cien años enredados en las páginas de expedientes judiciales que, me temo, terminan en nada, o peor... en la desesperanza. Miguel Angel Reguera miguelreguera@yahoo.com.ar El mes que acaba de terminar es una constante en la vida, el oficio y el mítico halo que envolvió a Ben-Hur Haig Bagdikian: fue en marzo de 1920 cuando llegó con sus padres a Boston, en los Estados Unidos, tras una cinematográfica huida del genocidio armenio, cuando su familia escapó de la masacre desde la ciudad de Marash a través de los montes Tauro: tenía pocos días de vida y fue dejado atrás, en la nieve, dado por muerto y finalmente rescatado; fue en marzo de 1967 cuando denunció desde las páginas de la revista Esquire el creciente desprestigio que estaba cuestionando a la prensa estadounidense y apeló a que algún “propietario valiente” de med ios t uviera “el valor de incorporar a la redacción la figura del ombudsman”, o defensor de los lectores y de la audiencia; fue en marzo de 1976 cuando murió a los 96 años en Berkeley, California; y hace poco menos de un mes, el 4 de marzo, la película The Post –una historia real ficcionada, que lo tiene como uno de sus personajes claves, encarnado por Bob Odenkirk– arañó sin lograrla la estatuilla del Oscar al mejor film de 2017.
Bagdikian fue para este oficio, para los medios y para los periodistas mucho más que esos acontecimientos anecdóticos. Su biografía, sus logros periodísticos y académicos y su protagonismo en el periodismo del siglo XX merecen estas líneas del ombudsman de PERFIL.
Fue reportero, director de prensa, autor de libros, profesor (1976-1990) y decano de la Escuela de Periodismo de la Universidad de California en Berkeley (1985-1988). Sus trabajos se caracterizaron –siempre– por la profundidad de la investigación, la confiabilidad de sus fuentes (aun aquellas con oscura historia), su actitud crítica y su capacidad de análisis.
Hijo de un profesor y pastor de la Iglesia armenia, Bagdikian completó los estudios de premedicina en la Universdad de Clark, en Worcester, y allí hizo sus primeras letras en el periodismo, aunque quiso lograr, sin éxito, un puesto como químico. Entre 1942 y 1945 sirvió en las fuerzas norteamericanas y al terminar la Segunda Guerra Mundial tomó una decisión definitiva: sería un hombre de este oficio y se prepararía para ello y para desarrollar sus teorías acerca de la influencia de los factores económicos y políticos en los medios norteamericanos de la época. En 1947 se incorporó a The Providence Journal, encabezó la agencia del periódico en Washington y ganó dos premios: el Peabody y el Pulitzer. Cubrió la crisis de Suez en 1956, los sucesos de Little Rock en el marco de las luchas por los derechos civiles y en 1961 su nombre se hizo más conocido cuando la beca Guggenheim le permitió investigar los medios y sus entretelas.
En la década del 60, se transformó en una pieza importante en los principales medios de los Estados Unidos. Hizo numerosos trabajos para The New York Times Magazine (en particular sobre pobreza, vivienda y migraciones) y para el Saturday Evening Post. En 1971 publicó su primer libro, The Information Machines: Their Impact on Men and the Media (traducido como Las máquinas de información: su repercusión sobre los hombres y los medios informativos, en su edición española). Según lo analizó el Observatorio de la Libertad de Prensa en América Latina, ese ensayo y otro titulado Media Monopoly ( Monopolio de los medios) analizan los efectos que sobre los medios de comunicación ejerce el poder económico, su influencia en la definición de los contenidos, el papel de las corporaciones, la publicidad y otros factores de presión. “Uno de ellos –señalaba el informe del Observatorio– es el efecto del control de los medios masivos en los Estados Unidos, concentrados en las manos de cincuenta compañías. El otro es el efecto sutil, pero profundo, de la publicidad sobre la forma y el contenido de los medios de difusión. El trabajo de Bagdikian sobre la concentración de los medios y el poder resultante permite acercarse a la naturaleza de las grandes corporaciones, cuya dimensión económica les posibilita desarrollar mecanismos de autoprotección y autopromoción que las convier ten en fortalezas que se escapan al control o a la crítica pública”.
En los 70, el periodista armenio-norteamericano ocupó cargos relevantes en The Washington Post (incluso, fue su primer ombudsman ) y en 1971 obtuvo del analista militar Daniel Ellsberg 4 mil páginas de los llamados “Papeles del Pentágono”, en los que se revelaban gravísimas violaciones de distintos gobiernos en lo que hace a la transparencia informativa sobre sucesos bélicos. Fue, entonces, uno de los pilares de la lucha de los medios (en especial TWP y The New York Times) en los tribunales, demandando libertad informativa y eliminación de toda censura previa.
Fue entonces cuando pronunció una frase contundente y hasta hoy no superada: “La (única) forma de afirmar el derecho a publicar es publicar”.
Sigue vigente, mal que les pese a quienes ejercen el poder. Todo poder.