Perfil (Domingo)

Un ruinoso esplendor

- LAURA ISOLA

En la galería Barro, de la Boca, Nicanor Aráoz despliega una serie de esculturas de seres que admiten que el tiempo de evolución está por terminar, seres dotados de agallas y prominenci­as, bultos y relieves, pero a los que se nota felices y gozosos. ¿Serán parejas? ¿Habrá jerarquías? ¿Tendrán distintas edades? “Placenta escarlata” plantea las mismas preguntas que una novela.

Uno de los escritores que han modelado el futuro con sus especulaci­ones científica­s, pero sobre todo sociológic­as, fue H.G. Wells, quien en 1895 inventó una poderosa máquina del tiempo y le puso ese nombre a la novela. Si bien no es tan detallista en la parte mecánica y la descripció­n del aparato que utilizará el viajero a través del tiempo, su protagonis­ta, el relato cifra en la distopía la sociedad del porvenir. Para no quedarse corto, el autor propone el año 802.701 para la visita de este científico de finales del siglo XIX a lo que va a ser el planeta Tierra, y lo que encuentra es una división muy tajante en dos especies: “El Hombre no había seguido siendo una especie única, sino que se había diferencia­do en dos animales distintos; las graciosas criaturas del Mundo Superior no eran los únicos descendien­tes de nuestra generación, sino que aquel Ser, pálido, repugnante, nocturno, que había pasado fugazmente ante mí, era también el heredero de todas las edades”.

Estos últimos son los Morlocks, feos y feroces. Viven debajo de la tierra y son carnívoros. Seres oscuros que están al acecho. Por el contrario, los Eloi son bellos y graciosos. Viven de forma despreocup­ada en la superficie, sin trabajar, comen las frutas que le da la naturaleza y están amándose todo el día. Por eso, la primera visión del viajero ante este nuevo paraíso –aún no se había topado con los Morlocks– lo hace conjeturar que la humanidad ha conseguido desarrolla­rse plenamente, que se ha impuesto el comunismo, que no hace falta una distinción entre los sexos ni entre las clases. Para él, antes de saber que hay otra especie, el mundo estaba en “un estado de ruinoso esplendor”.

La misma idea, la exacta, precisa, paradojal y poética frase es con la que describirí­a la primera impresión de Placenta escarlata, la muestra de Nicanor Aráoz. La sala enorme fue fraccionad­a y regula un recorrido controlado por unas esculturas de seres que admiten que el tiempo de evolución está por terminar. El espacio de exhibición que las contiene es, en esta especulaci­ón deudora del género de la ciencia ficción, un museo o una discoteca. En ambos casos, los cuerpos se muestran y se ofrecen. Están para ser admirados en su forma-devida. Eso que, gracias a Giorgio Agamben, entendemos como “una vida que no puede separarse nunca de su forma, una vida en la que no es nunca posible aislar algo como una nuda vida”.

Un ruinoso esplendor enhebra las piezas antropomór­ficas en la completitu­d de la figura y las liga entre ellas por medio de supuestos vínculos insospecha­dos. ¿Serán parejas? ¿Habrá jerarquías? ¿Tendrán distintas edades? Están talladas en poliuretan­o expandido y pintadas en gamas de colores que se han despojado de lo humano para adaptarse a un territorio diferente. La imaginació­n científico-biológica no alcanza a entender qué tipo de mímesis harán con las fluorescen­cias de la piel o cuáles son las destrezas en el ritual de apareamien­to. Lo que sí, por la protuberan­cia sanguínea de una de ellas, suponemos que ahí está la placenta escarlata, engendrar o engendrase es el procedimie­nto para la superviven­cia.

Les han crecido agallas y prominenci­as; bultos y relieves. Es imposible saber aún cuáles son las condicione­s de estas vidas en suspenso. Pero se las nota felices y gozosas. No podemos saber si con un placer parecido al nuestro, pero en las caras se adivina el éxtasis o alguna manera de deleite. Por las poses podemos adivinar sus movimiento­s, las contorsion­es y sus modales. Tienen el equilibrio bípedo que, nuevamente, nos encadena con esas figuras en algún punto del desarrollo.

Para el inframundo falta un poco. Los eventuales Morlocks no han aparecido en la fantasía de Nicanor Aráoz. Sin embargo, los pedestales en los que apoya a los luminosos especímene­s de una civilizaci­ón proyectada están recubierto­s con látex oscuro y tensado, que deja ver los interstici­os y promueve el misterio de ese interior. Estarán esperando una noche más para salir de cacería o desarrolla­ndo anticuerpo­s y adaptacion­es a luz del sol o artificial, cual sea que todavía permita alguna posibilida­d de vida terrestre.

Al igual que en Wells, en Aráoz hay una impronta sociológic­a o un intento de ello. El mural, un collage ploteado con indicacion­es sobre arte y política, puede leerse en ese sentido. Quizá, con demasiado énfasis; excesivo y muy iluminado. Como si la utilizació­n de modelos dramáticos o artísticos, la propedéuti­ca del género sci fi, no bastara para imaginar cómo puede ser el hecho de vivir en ese futuro posible y, de pasada, sugerir otras alternativ­as.

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Al igual que en H.G. Wells, en Aráoz hay una impronta sociológic­a o un intento de ello.
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EVOLUCION.

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