Libertad y comunicación política
En el siglo XXI cambió todo, pero para entender la política lo más importante que debemos entender es que la gente es distinta. Actualmente, si un candidato ofrece “sangre, sudor y lágrimas” perdería las elecciones y si lo hace un presidente se derrumbaría. Si la gente del siglo pasado hubiese percibido así la realidad, se habrían ahorrado millones de vidas.
La crisis de gobernabilidad que afecta a Occidente tiene que ver con que la mayoría de los dirigentes leen folletos y no textos complejos de historia o de otras disciplinas que les permitan entender a la gente hija de la tecnología, internet y las pantallas. Mas allá de cuántas personas se conectan a la red en un país, la inmensa mayoría adoptó valores que la hacen distinta a sus mayores.
Hasta hace algunos años se hacía apología del sufrimiento. Se veneraba a quienes se encerraban de por vida en un convento y se autotorturaban para combatir los deseos sexuales. Hace unos meses, en una provincia argentina, un comisario allanó un convento, confiscó los silicios y otras penitencias y apresó a las monjas, a las que creyó masoquistas. Algunos militantes de izquierda vibran con la Guerra Fría, critican, se lamentan, son apocalípticos. Casi todos los días organizan procesiones con estandartes, apoyando cualquier denuncia. Sienten que con su testimonio desembarcará el Ejército Rojo en su ayuda, para lanzar la ofensiva final. Lo hacen desde hace décadas, no crecen, sacan siempre pocos votos. La alegría les parece pecaminosa. Alguien comprometido con la revolución no debería reír mientras no triunfe el proletariado, debe sentir un dolor solidario con los pobres y con el fracaso de las rifas que pueden organizarse para financiar la reconstrucción del Muro de Berlín. Una periodista de esa mentalidad, que aparece por la televisión, siempre amargada, furibunda, decía en un artículo que lo que más le molestaba de Macri y su gente es que bailan y parecen alegres. La mayoría de la gente actual es distinta. Su norte está en el placer. Los ciudadanos quieren ser felices, divertirse y disfrutar de la vida. No aspiran a construir paredones para ajusticiar contrarrevolucionarios, ni sueñan con matar a otros, sino que quieren asistir a festivales de rock, en los que algunos artistas puedan cantar a la revolución y a la justicia social bailando y ganando plata.
Cambió el sentido del tiempo. En el siglo pasado las comunicaciones cotidianas eran lentas. Cada persona recibía una pocas cartas que demoraban semanas en ir y volver de otros países. Con la tecnología nos acostumbramos a enviar mensajes y recibir respuestas en minutos. Todo es rápido y efímero. Lo mismo pasa en la política. Los ciudadanos quieren que los líderes resuelvan sus problemas de inmediato. El gobernante debe reaccionar con agilidad ante las demandas, actuar y comunicar en poco tiempo. Esto les lleva a algunos a caer en la superficialidad de correr tras los tuits sin ser conscientes de que, aunque la gente no tenga tiempo el dirigente debe pensar y planificar antes de actuar.
Se impuso el pragmatismo. En el siglo pasado Fidel, Velasco Ibarra, Perón podían hablar durante horas y sus seguidores los escuchaban. Hoy hay miles de ciudadanos que constantemente oyen algo en sus teléfonos o en sus iPod. Ninguno de ellos escucha los discursos de ningún líder. A nadie que no sea político le interesa que le expliquen conceptos. Quieren percibir que las condiciones de vida de su familia mejoran y, como lo estudia Daniel Kahneman, esas percepciones son algo tan complejo que ni siquiera tienen que ver solamente con la realidad.
Vivimos expuestos en una vitrina. No se trata solamente del uso indebido de la información que se encuentra en algunas redes, sino de que, aunque no lo sepamos, constamos en centenares de listas de tiendas en las que hemos comprado, de empresas que nos regalan apps, de instituciones públicas, privadas y de todo tipo. Nos espían. Estamos vigilados permanentemente. El ultimo número de National Geographic estremece por lo que dice acerca de cómo nos filman. Todos los días