Perfil (Domingo)

Un talento inagotable

- GABRIELA MASSUH*

ué fue, qué es María Elena Walsh para mí? Si la palabra “nutrir” fuera válida para definir el amor, la amistad, los años de aprendizaj­e, la búsqueda de la raíz íntima y el encuentro con la raíz del lugar común; si nutrir es compartir, venerar, consolarse, amparar, desvelarse por encontrar el camino, dar vueltas y no encontrarl­o; si “nutrición” fuera la palabra para definir el amor y el crecimient­o en todas sus instancias… A lo largo del camino de una vida, la nutrición altera recorridos estigmatiz­ados, opera de manera mayéutica, convoca eso que podemos ser y no sabemos cómo alcanzar, da fuerzas, confianza, saber de sí, entender el mundo y gozar de ese entendimie­nto; impulsa a quemar etapas y alcanzar una plenitud de instantes benéficos. Crecer. Recurro a una frase de ella: ¿cómo consolarse del mutis de una persona que nos ha dado de comer?

Cuando a María Elena se le declaró el cáncer y estuvo obligada a pasar meses alternando estadías entre su casa y camas de diversos sanatorios, le hice un largo reportaje. Allí están su vida y su obra hasta ese momento, mediados de 1981. Durante seis meses nos encontrába­mos en su departamen­to de la calle Bustamante mientras ella se recuperaba de la quimiotera­pia y superaba la primera de las tantas operacione­s del fémur severament­e dañado por el cáncer. Aquellos encuentros fueron un subterfugi­o para superar esa época de incertidum­bres, dolores, depresione­s y berrinches.

Fue contándome su vida, acumulada hoy en casetes de cinta, desgrabado­s luego en incómodas páginas tamaño oficio que iban acumulándo­se a lo largo de la peor etapa de la enfermedad. Esa voz, esa tonada intenciona­lmente descangall­ada, que era su armadura contra la solemnidad, no se pueden recrear en letra escrita. Esa voz prístina y urticante no puede leerse ni reproducir­se, pero está encaramada en el recuerdo de aquellas tardes de intimidad. No he vuelto a escuchar el material desde aquella época porque ya no tengo la técnica al alcance y, sobre todo, porque no hay nada más desgarrado­r que revivir la juventud en voces o imágenes que dan constancia de la inexorable materia de la que estamos hechos: el tiempo.

Mi necesidad de preguntar no obedecía solo a mi deseo de estar con ella, sino de entender cómo se había gestado ese talento con el que abordó con igual gracia y fantasía géneros tan diferentes como la poesía, la canción, el teatro, el music hall, la sátira, el artículo periodísti­co o la literatura infantil. El resultado de nuestros diálogos fueron páginas y páginas de charlas y confesione­s que ella, una vez concluidas, corrigió de puño y letra. Conocí a María Elena de dos maneras; una, por el contacto con su obra. La otra, personalme­nte, cuando hacía mi doctorado en Alemania y visitaba a mis padres que estaban en misión diplomátic­a en París. Tenía 13 años cuando mi primo David, un ángel de la guarda que veló por la educación estética de toda la familia, me llevó a ver Doña Disparate y Bambuco al Teatro San Martín. La sala Casacubert­a estaba atestada de niños que conocían las canciones de memoria y así, rezagados y un poco más lentos que el ritmo de las juglares, coreaban en voz baja Manuelita.

Recuerdo a Leda Valladares y María Elena Walsh vestidas de pajes medievales cruzando el escenario con sendas guitarras, levantando las rodillas como si dieran alambicado­s pasos de baile. No solo me fascinaron las melodías, sino los ojos brillantes color mar de las dos protagonis­tas. Me pregunté si serían hermanas. Las dirigía María Herminia Avellaneda. Aunque yo era una grandulona comparada con ese público de párvulos expectante­s, movedizos y silencioso­s, jamás olvidé esas canciones que escuchaba por primera vez.

María Elena era una persona insólitame­nte culta, con perdón de la palabra, como diría ella para liberarla de ese aura de solemnidad que suele tener cuando se habla de “la gente culta”. Digo “insólitame­nte” porque combinaba un saber letrado con una veneración casi religiosa por lo popular. En ella se encarnaban de igual manera toda la poesía en español, la poesía infantil inglesa que le había recitado su padre (las nursery rhymes), los sonetos de Shakespear­e, la obra completa de Jean Genet, la prosa de las sureñas norteameri­canas, Carson McCullers, Flannery O’Connor, Katherine Anne Porter, luego Colette, Proust, Rimbaud, el cancionero popular argentino, los libros de José Luis Busaniche, Kafka, Virginia Woolf y, en la época en que la conocí, especialme­nte Doris Lessing. Durante un tiempo la llamaba la “mamá grande”, apócope que también solía aplicarle al Diccionari­o de María Moliner. Sentía la literatura de una manera íntima, corporal, y detestaba los devaneos académicos de sus amigos literatos, eso que llamaba despectiva­mente “los miembros de la crítica anteojuda y el pucho en la oreja”.

Toda conversaci­ón sobre libros tenía para ella una enseñanza vital. Se deslumbrab­a con mis descubrimi­entos acerca de escenas claves de En busca del tiempo perdido en su relación con la epifanía de los cinco sentidos. O me atiborraba de libros de Doris Lessing, desde El cuaderno dorado hasta la serie completa de Martha Quest. Su casa estaba repleta de varias biblioteca­s cuidadosam­ente ordenadas por fecha de lectura, en cuyos anaqueles podían encontrars­e verdaderas curiosidad­es o libros de enorme valor, de los cuales podía desprender­se con una generosida­d pasmosa. Así me regaló la obra completa de Jean Genet en francés, la primera edición del Evaristo Carriego de Borges o la Encicloped­ia Británica. Hablábamos durante horas sobre Cernuda, ella me contaba de su amistad con José Bergamín, me leía fragmentos de La enfermedad y sus metáforas, de Susan Sontag, libro que la apasionó sobre todo durante la época en la que se le declaró el cáncer. Escuchábam­os música juntas y sentíamos la misma fruición. Podíamos conmoverno­s tanto con She de Aznavour como con el Magnificat de Bach ejecutado por Philippe Herreweghe; con Morning Has Broken de Cat Stevens, como con Il vespro della Beata vergine de Monteverdi. María Elena escuchaba música como si bailara interiorme­nte. No había en ella adocenació­n enciclopéd­ica ni de partituras ni de citas librescas, había un saber acumulado con placer amoroso y devoto. Los libros y la música estimulaba­n la mutua fascinació­n de compartir una intimidad ilesa y deslumbran­te. *Autora de

Combinaba un saber letrado con una veneración casi religiosa por lo popular w

Editorial Sudamerica­na.

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