La cabeza de Bolsonaro
El ideólogo del presidente brasileño electo
Los políticos y los medios pueden mentir con franqueza, con descaro genuino
LLUVIA DE ELOGIOS (2010)
Fue tal vez proféticamente que la Canción del Soldado llamó al patriotismo brasileño “amor febril”: fiebres, por definición, pasan rápido o matan al sujeto después de algunas semanas. Como nuestros conciudadanos no tienen ningún sentido de las tradiciones históricas que puedan dar alguna substancia a la noción de “patria”, toda su devoción a la entidad abstracta e inaprensible llamada “Brasil” consiste en explosiones de entusiasmo fugaz y glorias de ocasión, en general nada más que victorias deportivas o elogios interesados de la media internacional a las criaturas que nos gobiernan.
Esos arrebatos efímeros coexisten pacíficamente con el desprecio a los valores patrios genuinos y con la más afectada falta de respeto a los héroes, santos y sabios que honraron la nacionalidad, criaturas neblinosas que, cuando llegan a ser conocidas, se deshacen rápidamente ante la presencia brillante y ruidosa de los ídolos mediáticos de la semana.
El contraste con Estados Unidos no podría ser mayor. El norteamericano mide a los políticos de la actualidad por la estatura de Washington, Lincoln o Jefferson. En Brasil, José Bonifácio o Joaquim Nabuco son apenas sombras retroactivas que las figuras monumentales de Lula, Netinho Pagodeiro y Bruna Surfistinha proyectan sobre un pasado evanescente.
Las últimas semanas fueron pródigas en estímulos al erotismo cívico nacional. Las más picantes fueron las declaraciones de la secretaria de Estado Hillary Clinton elogiando la voracidad fiscal brasileña y el reportaje hagiográfico de la revista alemana Der Spiegel, en la que nuestro presidente alza el vuelo al “primer plano de la diplomacia mundial” por milésima vez, sugiriendo que las anteriores quedaron en promesa.
Son documentos de importancia excepcional, no por la veracidad de su contenido, sino como muestras pedagógicas de cómo hoy en día los políticos y los medios ya no precisan engañar a la platea con simulaciones de verosimilitud: pueden mentir con franqueza, con un descaro genuino y santo, confiados en que los oyentes ya se acostumbraron a las mentiras a tal punto de aceptarlas precisamente por ser mentiras, como la víctima de violaciones repetidas a la que le termina gustando el juego y ofreciéndose, precipitada, al violador indiferente y perezoso.
La señora Clinton asegura que la relación entre un impuesto de renta alto y alto crecimiento económico en Brasil no es una coincidencia, sino una curva de causa y efecto. Para crecer más, por lo tanto, los otros países de la región deberían imitar el ejemplo brasileño, gravando pesadamente las ganancias de sus empresarios trabajadores.
No es necesario decir que, con o sin el ejemplo brasileño, la señora Clinton siempre adoró los impuestos altos y el gobierno inflado pues, al final, ella, su marido, su partido y sus innumerables protegidos a la izquierda del centro viven precisamente de eso (aunque sepan también adaptarse, por táctica, a la política simétricamente opuesta cuando el prejuicio comienza a ser visible). Si Brasil, en vez de crecer, se redujera, como suele suceder con las naciones que estrangulan sus poblaciones con impuestos, eso no cambiaría en nada el discurso de los Clinton, que es el de toda la izquierda mundial.
El problema es que, para un país que dos décadas y media atrás llegó a crecer 15 por ciento al año sin gigantismo fiscal, los 4 o 5 por ciento anuales de hoy en día son, en la más triunfalista de las hipótesis, nada más que señales de recuperación vegetativa, espontánea, inmune tanto a la estupidez como a la genialidad de los gobiernos; señales que solo se transfiguran en victorias memorables mediante el asesinato de la capacidad de memoria. Brasil, que ya fue la séptima economía del mundo, y después cayó por debajo de la vigésima, es hoy la octava. No volvió ni siquiera al lugar en el que estaba pero, como cacarea que será la quinta para 2050, ya sale proclamando, mediante proyección de futuro en el presente, que está mejor que nunca.
Para las nuevas generaciones, que tienen la cultura histórica de un tatú e imaginan el tiempo de los militares como una época de hambre y miseria indescriptibles, ese discurso es muy persuasivo. Avalado por la señora Clinton, entonces, se vuelve algo tan venerable como el principio de identidad, los diez mandamientos o el código de Hamurabi.
En su primer mensaje tras ser elegido, Jair Bolsonaro apareció ante una mesa junto a cuatro libros, entre ellos el de Olavo de Carvalho, un polémico filósofo sin formación académica que inspiró varias de sus ideas más polémicas. Aquí, tres fragmentos en los que fundamenta el odio a Lula da Silva y al PT, y la oposición a la “ideología de género”, que dominaron el discurso de quien gobernará Brasil desde 2019. Según los medios, Brasil ya se volvió una nueva potencia económica” al menos treinta veces
La revista Der Spiegel va más allá, y proclama: “A medida que Brasil crece para volverse una nueva potencia económica, la reputación del presidente brasileño crece con velocidad meteórica”. ¿Qué rayo de meteoro es ese que hace años se arrastra en el cielo con paso de babosa cósmica? Desde que soy lector de los grandes medios, a mis 15 años, Brasil ya “creció para volverse una nueva potencia económica” por lo menos unas treinta veces. Con la posible excepción de aquello que se observa en los esfuerzos de erección senil, ningún otro ente del mundo crece tan persistentemente en dirección a un nuevo estado de existencia sin alcanzarlo jamás, a pesar de las fanfarrias conmemorativas que suenan a cada nueva arrancada y después se callan como si nada hubiera pasado. Pero estoy engañado: hay, sí, otro fenómeno similar, y la propia Der Spiegel lo menciona explícitamente: es la reputación del presidente Lula. Desde la elección de 2002, ella no cesó de “crecer a velo- cidad meteórica” amenazando con hacer de él el político más importante del mundo en un plazo de algunas semanas y, después repitiendo la amenaza de nuevo y de nuevo a medida que los años pasan y las personas se olvidan de la amenaza anterior.
Como esto sucede en las páginas de la prensa internacional al menos una vez por semestre, con fiel regularidad, comienzo a sospechar que los meteoros no caen, sino que giran en órbitas fijas, eternamente. Pero, ya que esta explicación corre el riesgo de molestar a los astrónomos por su osadía científica desmesurada, dejo aquí preventivamente anotada una teoría alternativa: como “reputación” no significa otra cosa que salir en los medios, cada artículo que se escribe para enaltecer el prestigio de Lula es una prueba de sí mismo y un buen motivo para escribir de nuevo lo mismo a la menor provocación.
El acuerdo con Irán, reconozco, es una gran provocación, pero ¿será motivo suficiente para que Der Spiegel
escriba que Lula se volvió “un héroe del hemisferio sur y un importante contrapeso a Washington y Beijing?”. ¿Héroe? En cuanto a ser un contrapeso, veamos. El esquema que Lula montó con Ahmadinejad tuvo como resultado, al menos a corto plazo, librar a Irán de posibles sanciones, que era precisamente el objetivo de China. Contrapeso, que yo sepa, es pesar para el lado opuesto, no para el mismo lado. Washington, a su vez, no precisa de ningún contrapeso: Hillary ya pesa para un lado, Obama para otro. Hillary personifica el izquierdismo norteamericano tradicional, que concilia en la medida de lo posible las ambiciones de poder absoluto de la izquierda mundial con por lo menos algunos intereses nacionales. Obama sirve descaradamente a intereses de los más radicales enemigos de su país y cuenta con Lula como uno de sus más oportunos instrumentos en su esfuerzo. Las contradicciones obvias entre las recomendaciones del servicio secreto y la famosa carta personal al presidente brasileño solo muestran que no todo en los altos círculos de Washington está afinado con los propósitos de Obama, que son los mismos de China y de Irán. Pero, en la medida en que colabora con esos propósitos, Lula, nuevamente, es lo opuesto a un contrapeso.
Pero el punto sublime del reportaje de Der Spiegel es el trecho en el que apunta como una de las razones del éxito de Lula su compromiso en favor de la educación nacional. Esa es una faceta de nuestro presidente que la población brasileña desconocía por completo. Desde el punto de vista cuantitativo, cuando Lula subió al poder ya no había prácticamente ningún chico sin escuela. Si después de eso lo que quedaba era mejorar la calidad de la enseñanza, el éxito del gobierno Lula enen eso se mide por los exámeexáme nes PISA, en los cuales nuestros estudiantes han obtenido invariablemente las peores notas del mundo. Pero hay siempre una vuelta para todo: se puede ver la tabla de notas cabeza abajo y proclamar que, una vez más, el universo se inclina ante Brasil.
NADA DE NUEVO (2005)
Todos parecen sorprendidos por cómo están las cosas, pero era más que previsible. Desde el comienzo de la década de los noventa, cuando el PT invirtió pesado en la construcción de una imagen de moralidad impoluta, avisé que la llegada de ese partido al poder inauguraría una era de corrupción que haría empalidecer a los más desmesurados escándalos de gobiernos anteriores. Esa previsión fue recibida con mucha incredulidad, a pesar de estar fundada en el conocimiento de los hechos que nadie quería ver y en el análisis de antecedentes históricos que todos preferían sepultar en el olvido.
Al estallar la famosa “Campaña por la ética en la política”, observé que el PT manejaba con astucia maligna el doble sentido del término ética, dándole en público la acepción convencional de idoneidad y honradez, y en sus documentos internos el significado que el término posee en la expresión gramsciana: “Estado ético”, expresión moralmente neutra, que no tiene nada que ver con virtudes o pecados, sino que designa apenas, técnicamente, una determinada fase del proceso de toma del poder del “Nuevo príncipe”, o partido revolucionario.
En suma, se trataba de utilizar como zanahoria del burro las esperanzas moralizantes de la clase media, llevándolas a colaborar con una empresa que simulaba “pasar Brasil en limpio”, pero que no se ocupaba de otra cosa que de hacer crecer el poder del partido por todos los medios morales, amorales e inmorales. Anuncié con doce años de anticipación, en mi libro A nova era e a revolução cultural ( La nueva era y la revolución cultural), y después nuevamente en O imbecil coletivo ( El imbécil colectivo), que esa instrumen
tación maquiavéli maquiavélica de los anhe- los populares solo resultaría en más maldad y suciedad, ya que constituía, en sí, un crimen mayor que todos los actos materiales de corrupción, al implicar, nada más y nada menos, que la perversión completa del sentido mismo de moralidad. Una cosa, decía yo, recordando un viejo proberbio árabe, es robar en el peso de la harina, vendiendo 750 gramos por el precio de un kilo. Otra cosa es alterar la balanza para que nunca más acuse la diferencia entre 750 gramos y un kilo.
Los viejos políticos corruptos se limitaban a robar. El PT transformó el robo en sistema, el sistema en militancia, la militancia en sustituto de las leyes e instituciones, rebajadas a la condición de obstáculos temporarios a la construcción de la gran utopía.
Los viejos políticos robaban para sí mismos, individualmente o en pequeños grupos, moderando la audacia de los golpes por el miedo a las denuncias. El PT roba con la autoridad moral de quien, al arrogarse los méritos de un futuro hipotético, ya está absuelto a priori de todos los delitos del presente; roba con la tranquilidad y la falta de temor de quien puede usar lícitamente todos los medios, ya que es el señor absoluto de todos los fines.
Todo partido que se vuelva contra “la sociedad”, prometiendo transformarla de arriba abajo –o hasta de reformar la naturaleza humana misma–, se coloca instantáneamente encima de los criterios morales vigentes en esa sociedad, y no puede someterse a ellos si no es en apariencia, riendo, por dentro, de la ingenuidad de los que lo toman por un adversario normal y leal. No es posible destruir el sistema y obedecer a sus reglas al mismo tiempo, sino solo usar las reglas como camuflaje provisorio de la destrucción. Ahora, el sistema, como lo que es humano, comporta igualmente sus dosis de injusticias, errores y escándalos, y su parcela de moralidad, de orden, de lealtad. Todo sistema consiste en un equilibrio precario entre desorden y orden. Ninguna inteligencia sabia ignora que solo es posible reprimir o controlar el primero de esos aspectos fortaleciendo al segundo. Todo intento de cambiar íntegramente el sistema, sea por la subversión revolucionaria abrupta o por el lento y progresivo socavamiento de las bases instituciona-
Desde comienzos de los 90, avisé que la llegada al poder del PT inauguraría una era de corrupción
les, comienza por destruir el equilibrio y por lo tanto el orden, bajo la promesa vana de un futuro sin desequilibrio ni desorden. La modestia de los objetivos y la limitación del programa político a puntos precisos que no afecten los fundamentos del sistema es la marca de los partidos honestos, y esa no es, definitivamente, la marca del PT. La deshonestidad de este partido se mide por la amplitud megalómana de sus promesas.
¿YA SE DIERON CUENTA? (2012)
¿Vieron que, desde hace unos años, la simple opinión contraria al casamiento gay o a la legalización del aborto pasó a ser condenada bajo el rótulo de extremismo, como si los casamientos homosexuales o los abortos a pedido no fueran novedades chocantes, revolucionarias, y sí prácticas consensuadas milenarias, firmemente enraizadas en la historia, la naturaleza humana y el sentido común, a las cuales realmente solo un loco extremista podría oponerse?
¿Vieron que el exhibicionismo sexual en la plaza pública, las ofensas terribles a la fe religiosa y la invasión brutal de los templos pasaron a ser aceptados como medios normales de protesta democrática por los mismos medios y por las mismas autoridades constituidas que, ante la más pacífica y serena cita de la Biblia, advierten contra el abuso “fundamentalista” de la libertad de opinión?
¿Vieron que, después de haberle dado al término “fundamentalista” una acepción siniestra por su asociación con el terrorismo islámico, los medios más respetables y elegantes pasaron a usarlo contra pastores y creyentes, católicos y evangélicos, como si los cristianos fueran los autores y no las víctimas inermes de la violencia terrorista en el mundo?
Lo que ciertamente no notaron es que la transición fácil de los epítetos de “extremista” y “fundamentalista” para el de “terrorista” ya sobrepasó hasta la fase de las mutaciones semánticas para convertirse en un instrumento real, práctico, de intimidación estatal. No lo notaron porque nunca se informó en Brasil que, en Estados Unidos, cualquier cristiano que se oponga al aborto o contribuya para las campañas de defensa de sus correligionarios perseguidos es considerado por el Ministerio de Seguridad Interior, al menos en teoría, como blanco preferencial para averiguaciones de “terrorismo” aunque el número de actos terroristas cometidos hasta ahora por ese tipo de personas sea, rigurosamente, cero.
En contrapartida, cualquier sugerencia de que las investigaciones deberían tomar como foco principal a los musulmanes o a los izquierdistas –autores de la mayoría de los atentados en territorio norteamericano– es condenada por el gobierno y los medios como “discurso de odio”.
Ningún miembro del Consejo de Investigación de la Familia (N de R: centro cristiano ultraconservador) ha disparado jamás a alguien, ni golpeado, ni siquiera insultado a cualquiera, cuando la ONG izquierdista South Poverty Law Center colocó a esa organización conservadora en su “lista de odio”. Cuando un fanático “gayzista” (N de R: combinación entre las palabras “gay” y “nazista”, nazi en portugués) entró ahí gritando consignas anticristianas y disparando a todo el mundo, ni un solo medio de comunicación llamó a eso “crimen de odio”.
En todos estos casos, y en una infinidad de otros, la estrategia es siempre la misma: quebrar las cadenas normales de asociación de ideas, invertir el sentido de las proporciones, forzar a la población a negar lo que sus ojos ven y a mirar, en cambio, lo que la elite iluminada manda mirar.
No, no se trata de persuasión. Las creencias así propagadas permanecen superficiales, saliendo de la boca para afuera, en cuanto las impresiones que las niegan siguen entrando por los ojos y oídos. Lo que se busca es lo contrario de la persuasión genuina: es infundir en el público un estado de inseguridad histérica, a, en el que la contradicción entre re lo que se percibe y lo que se habla solo puede ser aplacada ada hablando cada vez más ás alto, gritando aquello que, en el fondo, nadie se cree ni se puede creer.
Algún militante “gayzista”puede sinceramente creer que, en un país con 50 mil homicidios por año, ciento y pocos asesinatos de homosexuales prueban la existencia de una epidemia de odio antigay? Es evidente que no. Justamente porque no pueden creerlo, tienen que gritarlo. Gritarlo para no darse cuenta de la farsa existencial en que apostó su vida, y de la cual depende para conservar sus amigos, su bien protegido lugar en la militancia, su falsa identidad de perseguido y discriminado en una sociedad que no se atreve a decir en su contra ni una sola palabra.
El militante ideal de esos movimientos no es un creyente sincero, sino un fingidor histér ico. El pr imero acepta mentir en favor de sus creencias, pero conserva alguna capacidad de juicio objetivo y puede, en situaciones de crisis, transformarse en un peligroso disidente interno. El histérico, en cambio, no tiene límites en su compulsión a falsificar todo. El militante sincero usa la mentira como un instrumento táctico; para el histérico, es una necesidad ineludible, una tabla de salvación psicológica. La inversión, mecanismo básico del mo
dus pensandi revolucionario, es, por encima de todo, un síntoma histérico. Y es por eso que hace décadas los movimientos revolucionarios ya desistieron de la persuasión racional, perdieron todo escrúpulo de honorabilidad intelectual y no se privan de agitar a los cuatro vientos banderas ostensivamente, deliberadamente, absurdas y autocontradictorias. No necesitan de “verdaderos creyentes”, cuya integridad causa problemas. Necesitan de masas de histéricos, llenos de esa intensidad pasional de la que hablaba W.B. Yeats, dispuestos p a escenificar sufrimientos que no tienen, a luchar fanáticamente por aquello a en lo que no creen, creen precisamente porque no creen y porque solo la pu puesta en escena histérica mantiene m vivos sus lazos de solidari- s dad militante con miles m de otros histéricos.
¿Ciento y pocos asesinatos prueban la existencia de una epidemia de odio antigay?