Memoria pública*
En la actualidad, esta melancolía de la derrota es omnipresente y al mismo tiempo está “censurada”, ocultada por una memoria pública que solo da espacio a las víctimas. Las revoluciones aparecen como un arcaísmo de los siglos XIX y XX, una época de fuego y sangre cuyo único legado es el duelo de las víctimas de las guerras, los genocidios y los totalitarismos. La melancolía que deriva de ella está despolitizada, es paralizante y conformista; se despliega mediante una liturgia pública de la conmemoración que, lejos de suscitar la revuelta, tiene el objetivo de sofocarla.
Yo quisiera dar voz a una cultura que no se apiada de las víctimas, sino que busca compensarlas, que ve a los esclavos como sujetos rebeldes, no como objetos de compasión. Es esta la melancolía de las Madres de la Plaza de Mayo, en Buenos Aires, que luchan contra la dictadura militar al tiempo que hacen su duelo. El perfil de esta melancolía es el que habría que restituir, sin edulcoraciones pero también sin rechazo.
El discurso normativo actual, que postula la democracia liberal y la economía de mercado como el orden natural del mundo, estigmatiza las utopías del siglo XX y no deja ningún espacio a la melancolía de izquierda. Simplemente la considera culpable: su vínculo con los compromisos subversivos del pasado solo merece la reprobación y obliga al rechazo. Pero al lado de la censura del discurso dominante, también había una autocensura, aquella de una melancolía reprimida, proscripta. Durante mucho tiempo, admitirla era una prueba de debilidad o de resignación. Era necesario mentirse para “no exasperar a Billancourt”. Prime- ro reprimida por la izquierda misma y, después, estigmatizada en nuestra época de restauración “posideológica”, a esta melancolía rebelde le hace falta ser descubierta, pide ser reconocida. Ahora bien, la melancolía y la revolución van en par; no puede haber una sin la otra. Como una sombra, la melancolía sigue los pasos de la revolución, volviéndose discreta durante su auge, saliendo después de su agotamiento y envolviéndola después de la derrota. Los vencidos la encarnan, pero queda inscripta en la historia de todos los movimientos que, desde hace dos siglos, han intentado cambiar el mundo. La experiencia revolucionaria se transmite de una generación a otra a través de las derrotas. *Extracto de