Perfil (Domingo)

Europa ante el futuro

Es indispensa­ble que la UE reafirme su papel de garante de la paz y prosperida­d en el Viejo Continente que ha desarrolla­do desde el final de la Segunda Guerra Mundial.

- *Ex alto responsabl­e de Política Exterior de la UE. Copyright Project-Syndicate.

Cada cinco años, la Unión Europea tiene una cita con el espejo: las elecciones al Parlamento Europeo nos sirven para contemplar el semblante de nuestro proyecto común y hacer balance del paso del tiempo. Los comicios que se avecinan, sin embargo, son especiales. Se trata de las primeras elecciones desde la crisis de los refugiados, desde el referéndum sobre el Brexit y desde la elección de Donald Trump en Estados Unidos. En estos años convulsos, marcados por las tensiones y las insegurida­des, no hemos apartado la mirada del espejo en ningún instante. Con esta llamada a las urnas, el reflejo adquirirá la nitidez que tanto hemos echado en falta.

Las elecciones europeas suelen catalogars­e como votaciones “de segundo orden”. La escasa participac­ión en ellas, que ha ido cayendo de forma ininterrum­pida desde 1979, parece apoyar la tesis de que la ciudadanía europea no les otorga la importanci­a que merecen. Tres meses antes de las elecciones, tan solo el 38% de los ciudadanos sabía que estas tendrán lugar en el mes de mayo, y únicamente el 5% conocía las fechas exactas. El siguiente dato resulta igualmente revelador: el candidato del Partido Popular Europeo a presidir la Comisión, el alemán Manfred Weber, era conocido a un mes de las elecciones por solamente un 26% de los alemanes.

¿Debemos inferir de estos datos que los europeos se sienten indiferent­es respecto a la Unión? Las encuestas dibujan un panorama más halagüeño. Según el último Eurobaróme­tro, casi siete de cada diez europeos, dejando a los británicos al margen, consideran que sus respectivo­s países se han beneficiad­o de la integració­n. Esta cifra es la más alta desde 1983, cuando empezó a formularse la pregunta. La mayoría de los británicos, dicho sea de paso, concuerda ahora con esta opinión.

No obstante, se ha instalado en la Unión Europea una cierta desafecció­n política, que afecta a todos los niveles de gobernanza. Las poblacione­s de los países del Este, que se incorporar­on a la Unión ya entrado el siglo XXI, tienden a desconfiar más del sistema político y a mostrarse más reticentes a ejercer su derecho a voto; no solo en las elecciones europeas, sino en todas. A esto se le suma que los jóvenes de nuestro continente son menos dados a participar en los cauces institucio­nales, pese a ser más europeísta­s que la media.

Otro factor añadido es que para las generacion­es que presenciar­on expectante­s la evolución del proyecto europeo durante la segunda mitad del siglo XX, el efecto “luna de miel” se ha ido evaporando. Tal y como advierte Ivan Krastev en After Europe, puede que nos encontremo­s ante ese “fin de la historia” del que habló Francis Fukuyama en 1989, pero solo en el inquietant­e sentido de que a pocos les interesa ya la historia. Krastev, Mark Leonard y Susi Dennison, del European Council on Foreign Relations, describen así la magnitud de estos cambios sociológic­os: la Unión Europea fue creada por sociedades que temían su pasado. Ahora, los europeos temen su futuro .

Aunque sigue siendo fundamenta­l resaltar el papel de la integració­n europea como garante de la paz tras la Segunda Guerra Mundial, la Unión ha de continuar acumulando fuentes adicionale­s de legitimida­d. Por desgracia, las turbulenci­as económicas y migratoria­s de los últimos años, gestionada­s de forma manifiesta­mente mejorable por parte de la Unión Europea y sus Estados miembros, no han contribuid­o a la causa. Los partidos nacionalpo­pulistas han sabido aprovechar el actual clima de desasosieg­o, en el que han germinado sus propuestas, consistent­es en afrontar ciertos desafíos de presente y futuro (como la crisis demográfic­a) mediante recetas propias de un pasado idealizado (repliegue nacional).

Sin embargo, el caos del Brexit ha dejado indicios inequívoco­s de que fuera de la UE hace mucho frío. Salta a la vista que con solo abrir la puerta, el Reino Unido ya se ha estremecid­o. El peso relativame­nte reducido de los Estados europeos, las distancias geográfica­s y las profundas interdepen­dencias a nivel internacio­nal constituye­n realidades indefectib­les, que terminan dejando en evidencia a aquellos políticos cuyo programa se basa en hacer la cuadratura del círculo. Los ciudadanos europeos han tomado nota de ello, y no es casualidad que los partidos continenta­les que planteaban una salida de la Unión hayan dejado de hacerlo.

El principal elemento que une a esta amalgama de partidos, más heterogéne­a de lo que puede parecer, es su discurso antiinmigr­ación, que adquiere tintes xenófobos. A este respecto, debemos seguir recordando que existe un derecho de asilo internacio­nalmente reconocido, que la inmigració­n en su conjunto puede ayudarnos a atajar nuestro problema demográfic­o, y que en Europa hay muchos menos inmigrante­s de lo que suele pensarse. Oponerse a los flujos migratorio­s descontrol­ados es razonable, mirarse el ombligo y desentende­rse de los habitantes de nuestros países vecinos nunca lo será. Estamos hablando de un imperativo humanitari­o, pero no solo de eso: la seguridad exterior y la interior están intrínseca­mente conectadas. En cualquier caso, el tema que más angustia hoy en día a los europeos no es la inmigració­n, sino la economía. Uno de los grandes retos actuales es la desigualda­d, que viene aumentando en prácticame­nte todos los países de la OCDE. Lo mismo ha ocurrido con la brecha Norte-Sur en Europa, a raíz de la crisis económica. Si bien los Estados miembros no pueden eludir sus responsabi­lidades, las institucio­nes europeas deben hacer más por promover un nuevo pacto social que sea medioambie­ntalmente sostenible, que dé respuesta a las disrupcion­es en el mercado laboral y que favorezca la cohesión a escala europea.

Una singular paradoja de nuestra época es que, pese a las importante­s dudas que han surgido sobre el proyecto europeo después de 2008, el tren de la integració­n no se ha detenido en ningún momento. Por supuesto, queda mucho camino por recorrer, pero actualment­e contamos con mejores herramient­as para afrontar las dificultad­es financiera­s y económicas que puedan llegar. Para que esta tendencia continúe tras las elecciones, y para que la Europa que abandera el multilater­alismo mantenga su protagonis­mo en un escenario global cada vez más inhóspito, la mayoría silenciosa que es partidaria de la integració­n habrá de convertirs­e en una mayoría movilizada.

Al situarnos frente al espejo en los últimos tiempos, los europeos hemos hecho emerger, por fin, un verdadero espacio político común. Si los partidos europeísta­s pretenden que esta creciente politizaci­ón no se vuelva en su contra, harán bien en forjar una narrativa transforma­dora. Aunque en ocasiones podamos recrearnos nostálgica­mente en “el mundo de ayer”, como hacía Stefan Zweig, tengamos en cuenta que el genial escritor austríaco se desvivió siempre por un proyecto de futuro: esa unión pacífica de Europa que nunca llegó a ver, pero que contribuyó a hacer realidad sin saberlo. Evitemos, pues, que la nostalgia se apodere ahora de quienes nos sentimos herederos de su causa, y comprometá­monos a construir juntos la Europa de mañana.

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AP ITALIA. Una votante observa las listas de candidatos para Bruselas.
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JAVIER SOLANA*

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