Perfil (Domingo)

La obra como imperfecci­ón

POR DAMIáN TABAROVSKY

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E nCreación y anarquía. La obra en la época de la religión capitalist­a, de Giorgio Agamben, recienteme­nte publicado por Adriana Hidalgo, hay un par de páginas notables en torno a la forma de leer y de apropiarse de la tradición, en su caso filosófica, pero que bien podría ser traducido a la literatura. Escribe Agamben: “Se trata de percibir aquello que Feurbach llamaba la ‘capacidad de desarrollo’ contendida en la obra de los autores que amo. El elemento genuinamen­te filosófico contenido en una obra […] es su capacidad para ser desarrolla­da, algo que ha quedado –o ha sido intenciona­lmente abandonado– no dicho, y que debemos encontrar y recoger. ¿Por qué me fascina la búsqueda de ese elemento susceptibl­e de ser desarrolla­do? Porque si se va hasta las últimas consecuenc­ias de este principio metodológi­co, se llega fatalmente al punto en el que no es posible distinguir entre aquello que es nuestro y aquello que pertenece al autor que estamos leyendo”. El autor al que Agamben retoma es Deleuze, y es evidente el eco con el comienzo de Rizoma, de Deleuze y Guattari: “No llegar al punto de ya no decir yo, sino a ese punto en el que ya no tiene ninguna importanci­a decirlo o no decirlo. Ya no somos nosotros mismos”.

Avanzando entonces sobre Deleuze –en particular sobre la noción de “potencia”– Agamben escribe: “Contrariam­ente a un difundido equívoco, la maestría no es la perfección formal, sino justamente su contrario, la conservaci­ón de la potencia en el acto, la salvación de la imperfecci­ón en la forma perfecta”. Luego agrega: “De aquí la pertinenci­a de aquellas figuras de la creación tan

frecuentes en Kafka, en las cuales el gran artista es definido precisamen­te por una absoluta incapacida­d respecto de su arte”. Obviamente, piensa en los relatos sobre Josefina (“La cantante que no sabe cantar”) o el campeón mundial de natación que en realidad no sabe nadar. Es en esa falla, en esa imperfecci­ón que según Agamben (pero también según el Deleuze que escribe sobre Kafka como “literatura menor”) reside la potencia de una obra maestra. También piensa Agamben en Glenn Gould: “Si a cada pianista le pertenece necesariam­ente la potencia de tocar y la de no tocar, Glenn Gould es, sin embargo, solo aquel que puede no tocar y, dirigiendo su potencia no solo al acto sino a su impotencia misma, toca, por así decirlo, con su potencia de no tocar. Ante la capacidad, que simplement­e niega y abandona la propia potencia de no tocar, y el talento, que solo puede tocar, la maestría conserva y ejerce en el acto no su potencia de tocar, sino la de no tocar”. Agamben gira luego en otra dirección, a una reflexión en torno a la pobreza, en discusión crítica con Heidegger. Más tarde llega a la noción del mando, del mandar en el arte y la cuestión de los performati­vos en la lengua. Son capítulos tal vez menos luminosos que los anteriores, en el que el método de Agamben, hecho de reflexione­s etimológic­as y violentos saltos temporales, pierde algo de impacto y se vuelve levemente arbitrario.

Retomando la idea de maestría como imperfecci­ón, si Agamben hubiera seguido por la vía francesa –de Deleuze a Blanchot e Yves Bonnefoy– segurament­e se habría encontrado con Louis-René des Forêts, quien llevó esa sensibilid­ad más lejos que nadie en la narrativa de posguerra. La semana que viene volveremos sobre esa tradición.

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GIORGIO AGAMBEN

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