¡Qué gran obra es el hombre!
Investigaciones recientes acerca de la historia de la atribución de lenguaje a los animales, desenvueltas en el marco de los animal studies, nos han revelado la paradoja que autores del Renacimiento italiano introdujeron en el tema del hiato animales-seres humanos. Se trata de un conjunto de ensayos, publicados en 2016, por filósofos italianos del lenguaje, entre los que citamos a Chiara Cassiani y Cecilia Muratori. La primera destaca el planteo ético que aplicó Maquiavelo a los paralelos entre la conducta de los animales en las fábulas y apólogos y el comportamiento histórico y político real de los seres humanos. Se refiere, además, a un pasaje célebre del Orlando furioso, canto v, octava i, en el que Ariosto enfatiza el abismo que separa los dos horizontes de la vida en detrimento claro de los hombres, cuando el paragone está referido al tratamiento que los machos dispensan a las hembras de su especie (en Cimatti, Gensini y Plastina, 2016: 162-168). Canta Ariosto: “Todos los otros animales que se encuentran en la tierra, / o bien viven calmos y están en paz, / o bien luchan y se hacen la guerra entre sí, /mas a la hembra el macho no la hace: / la osa con el oso erra segura por el bosque, / la leona yace junto al león; / el lobo vive con la loba segura, / y la ternera no teme al pequeño toro” (1973 [1516-1532]: 34). Por su parte, Muratori se detiene en las consideraciones hechas por Cardano en su tratado político “El proxeneta”, acerca de la crueldad humana que se lanza contra los animales de modo aplastante, al punto de invertir las reflexiones habituales en torno a la ferocidad presunta de los brutos como su rasgo distintivo (en Cimatti, Gensini y Plastina, 2016: 156-160): “Nunca pude entender por qué habría sido mejor para nosotros nacer hombres, cuando es tan gravosa nuestra especie para el resto de los animales, ya que ella es la causa de sus mayores calamidades” (Cardano, 1663: 361).
Hay otras evidencias de una moderación de la distancia que estudiamos a partir del Renacimiento tardío. Con frecuencia, los seres humanos fueron considerados animales, pero animales particulares. Tenemos indicios literarios de ello. Shakespeare, por ejemplo, podía hacer exclamar a Hamlet: “What a piece of work is a man! ... The paragon of animals!” (ii.ii., 306-12) [‘¡Qué gran obra es el hombre! ... ¡El parangón de todos los animales!’]. Milton, por su parte, sostenía que la principal diferencia entre el hombre y los animales era el trabajo cotidiano: “Man hath his daily work, while other animals unactive range” (Paradise Lost, Book iv.l.621) [‘El hombre tiene sus labores cotidianas, mientras otros animales vagan inactivos’]. En la Apología de Raymond Sebond, por su parte, Montaigne criticaba el “cinismo humano respecto de las bestias” y consideraba presuntuoso que los hombres afirmaran saber qué piensan los animales. ¿No es, acaso, una ingenuidad pensar que, por su inteligencia, los hombres conocen las oscilaciones internas y secretas de las bestias? ¿Mediante qué comparación entre ellos y nosotros concluye el hombre la ausencia de razón que les atribuye? Igualmente, reconocía a los brutos cierta “facilidad” para vocalizar letras y sílabas, lo que “testimonia que poseen un discurso interior que los torna así voluntariosos.
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