Los ojos que no cesan
El lector es el ser más indefenso en la sucesión de fenómenos que acosan a la cultura, el libro está en peligro, el acto mismo de la lectura en decadencia. La agrafía social será nuestro epitafio y la ignorancia supina logrará su consagración en la desaparición de la especie.
Ante esta condena ciertos gestos literarios obran como oasis, pequeños espacios donde es posible discernir una continuidad intelectual que, con la partida de Borges, quedó en suspenso hasta la aparición de esta diminuta arquitectura babélica que se titula Lectores,
especie de tótem de la lectura en acto. Es más, con timidez y respeto, Diego Alonso ni menciona a Borges: tal vez porque el efecto de su texto sobre nosotros produce que la voz del poeta musite lo que leemos. Transcurrir mágico, también trágico.
La lectura conlleva la intensidad que ocupa el arco estético que va de la resistencia a la entrega absoluta de su ejecución; esto último como devenir incontrolable, un dejarse llevar por el texto, por las líneas, las palabras mismas resonando en la memoria de otras lecturas. Mecanismo de precisión y, a la vez, en fuga a otras perspectivas. El universo de las ideas luce entonces en esplendor, nos configura y reconforta. Tengamos en cuenta que esta escenografía del pensamiento es ignorada por los talleres de literatura creativa, del inicio en Iowa a sus réplicas caseras, nunca Pynchon, menos aún John Fante. “La lengua normada será apreciada”, tal es la consigna de la decadencia. Entonces Lectores también es declaración política lujosa, una proclama tan asertiva como inteligente.
Párrafos, uno tras otro, en un ritmo donde se lee la respiración del ojo (a saber, el ojo respira ante una obra pictórica, a la manera que teorizó Jean Paris), ésta es la forma en que Alonso construyó el ámbito natural para que una cita literaria sobre la lectura se convierta en joya engarzada por la inquietud del pensamiento crítico: “Las categorías del tiempo y el espacio en la literatura están organizadas de manera distinta que en la realidad. Por eso, a veces, a los lectores la vida les repugna; pareciera estar pésimamente escrita.” Esta visión estética, que parece aristocrática, en realidad es la expresión de la congoja ante el bestialismo humano. Así, libros, lectores, escritores, conforman una espiral ascendente en la carga reflexiva.
La consecuencia directa es un aumento progresivo en la densidad estilística en el retruécano, al punto que desde las veinticinco páginas de este tratado comienza un fenómeno lector inusual, incluso sorprendente. Sarlo señala que existe una lectura fugaz, la lectura web, algo que aliviana la comprensión y elude la metáfora, y en su incremento la otra lectura que se pierde es la del sabio, la que atraviesa la memoria. Lectores produce una lectura profunda, y también la relectura espontánea, el regusto de
“Las categorías del tiempo y el espacio en la literatura están organizadas de manera distinta que en la realidad. Por eso, a veces, a los lectores la vida les repugna”
leer lo leído. Ese efecto que se encuentra en Historia universal de la
infamia, texto universal, también inclasificable. Y el puente existe: un amor ciego por los libros, y no es un juego de palabras, como compromiso intelectual con el destino de escritor.
En continuo acontece la selección, el hilo de razonamientos por los que Alonso atravesó para llegar a la textura de sus subrayados. Esa estrategia se encuentra expuesta, es sincero: “El que subraya se pasa de la raya”, nos sugiere y se enuncia como autor. Lo que conlleva a un compromiso de otro lector, vale decir, nosotros mismos. ¿Qué hacemos todos los días para cultivar la lectura? ¿Le enseñamos al ágrafo a salir de su cárcel cómoda? ¿Recomendamos lecturas a seres frágiles? ¿Cómo llevamos la condena de la soledad entre palabras? ¿Por qué las preguntas cierran una crítica literaria como si fuera una duda infinita la que nos acosa? ¿Por qué el lenguaje nos distingue y condena a la vez? ¿La muerte escribe?