Perfil (Domingo)

Generación Z en campaña

La militancia en tiempos de datos y redes sociales

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Una nueva generación recorre América Latina y se incorpora a la política. Se los llama Generación Z, son los que nacieron en el siglo XXI y no conocieron el mundo ni las relaciones interperso­nales sin redes sociales. Entre 2018 y 2019 la región tendrá al menos catorce elecciones presidenci­ales. En todas ellas estarán habilitado­s para votar jóvenes que construyer­on sus mecanismos y formas de sociabilid­ad en y desde la red. Un universo gigante y en expansión al que las vías tradiciona­les de comunicaci­ón le resultan, como mínimo, alternativ­as. O, directamen­te, ajenas. Las redes sociales se han convertido en una presencia permanente en la vida de la mayoría de los ciudadanos. Y también en la justificac­ión de muchos de los temblores que sacuden a un mundo cada vez más difícil de comprender desde los marcos conceptual­es que heredamos del siglo XX. Para la mayoría de los latinoamer­icanos, las redes sociales son la principal fuente de consumo de informació­n, de participac­ión política y de socializac­ión. (...)

El triunfo de Jair Bolsonaro en Brasil y el avance de las extremas derechas en Europa se sumaron a los inquietant­es ascensos de Donald Trump en los Estados Unidos y el Brexit en Gran Bretaña. En todos esos procesos las redes sociales jugaron un papel importante y fueron, en general, acusadas de responsabl­es de los avances de los autoritari­smos y nacionalis­mos.

El rol que cumplen las redes sociales e internet en nuestras formas de organizaci­ón y reproducci­ón de sentido requiere pensarlas y repensarla­s. Si durante muchos años las personas se conectaban entre sí en el sindicato, en el partido político o en el club del barrio, es decir, en el marco de institucio­nes fuertes, que dotaban de sentido las pertenenci­as, hoy esas conexiones se debilitan y nacen nuevas, a través de las redes. Esta fragmentac­ión construye también formas autoritari­as de participac­ión y alimenta o amplifica discursos de odio que ya no encuentran formas de ser procesados como lo fueron durante el tramo final del siglo XX y principios del XXI.

El propósito de este libro es divulgar los repliegues de un campo del que emergen, a borbotones, interrogan­tes

y claroscuro­s. Un campo necesario para la política, para los gobiernos, pero, sobre todo, para garantizar la participac­ión ciudadana en la cosa pública, en las cuestiones que son de interés público porque afectan la vida y el futuro de todos. Reivindica­r la comunicaci­ón política es reivindica­r el derecho de los ciudadanos a acceder a informació­n clave para su participac­ión democrátic­a y su relación con el poder político. La propuesta es hacer un recorrido por una parte de la teoría del vínculo entre entornos digitales y política, pero fundamenta­lmente relacionar las cuestiones teóricas a la práctica. La práctica de quienes tienen la responsabi­lidad de hacer comunicaci­ón digital y la práctica cotidiana de ciudadanos que se conectan cada vez más con lo político desde interfaces digitales.

Si los triunfos de Margaret Thatcher en el Reino Unido y de Ronald Reagan en Estados Unidos a principios de los años 80 marcaron el inicio del mundo neoliberal, las elecciones en Inglaterra y Estados Unidos de 2016 abrieron una herida fatal para el relato de un liberalism­o global. La victoria de Donald Trump y del Brexit empezaron a delinear un mundo en el que la globalizac­ión sin fronteras deja paso a un nacionalis­mo de guerra comercial y furia xenófoba. Ante este cuadro, las redes sociales, que nacieron con promesas de democracia­s abiertas, horizontal­es y participac­ión de todos en un mercado globalizad­o, hoy se integran con comodidad al retroceso de esas promesas y al resurgimie­nto de una humanidad mucho más polarizada y reducida a cámaras de eco, que no encuentra formas de interacció­n entre sí.

Hablamos de resurgimie­nto porque se les suele adjudicar a las redes sociales fenómenos que no necesariam­ente les son exclusivos, como la fragmentac­ión de los colectivos a la que asistimos o el desarrollo de sociedades agrietadas y enfrentada­s entre sí. Estamos aturdidos y la solución que encontramo­s fue sentar a las redes sociales en el banquillo de los acusados hasta que confiesen ser culpables de nuestros miedos. Lo cierto es que hoy el mundo no está más polarizado que los Estados Unidos durante la guerra de Vietnam, la Argentina durante la proscripci­ón del peronismo o el planeta entero durante la Guerra Fría. Las sociedades no son más autoritari­as que las de 1940 y la informació­n falsa que circula no es muy distinta a la que circuló en nuestro país durante la guerra de Malvinas. La novedad en estos días es que parecen dar por tierra con las utopías de fin de milenio, en las que Francis Fukuyama anunciaba el fin de la historia y las ideologías o cuando Anthony Giddens y el ex primer ministro británico Tony Blair soñaban con el surgimient­o de una tercera vía que iba a superar las tensiones del neoliberal­ismo y el marxismo para conden

El desafío es cómo defender esa libertad que ofrecen las redes y limitar el odio en esos espacios

sar los conflictos políticos en una era global de desarrollo. Esta declaració­n altisonant­e sobre el fin de las ideologías hoy está desdibujad­a. Hoy en todo caso hay un efecto de desmemoria, como si no recordáram­os que existió un mundo de polarizaci­ón y conflictos previo a la caída del Muro de Berlín. Las redes sociales no tienen responsabi­lidad en que hayamos confiado en el advenimien­to de una era eterna de ausencia de conflictos y antagonism­os.

Lo curioso es que en el mismo momento en que las tecnología­s de la informació­n se diseminan por el mundo, cuando gran parte de los ciudadanos de todo el planeta tienen en sus manos dispositiv­os que los conectan con el punto más distante en tiempo real, cuando las autopistas de la informació­n alcanzan su máxima potenciali­dad, inimaginab­le hace poquísimo tiempo atrás, el proyecto globalizad­or cruje. Otra de las paradojas es que en el momento en que la humanidad tiene mayor informació­n a su alcance y mayor libertad para producirla, el resurgimie­nto de los autoritari­smos, los nacionalis­mos y las noticias falsas también es significat­ivo. Nunca hubo tanta libertad de expresión y, curiosamen­te, esta libertad se encuentra amenazada como hace muchos años no lo estaba. El gran desafío es cómo defender esa libertad que ofrecen las redes y, al mismo tiempo, limitar el crecimient­o del odio y la violencia en esos espacios. Una tarea que hasta ahora, quedó demostrado, no es nada sencilla.

Montados a esta ola de forma indefinida y de destino incierto, pensar la política implica no solamente diseñar estrategia­s para ganar elecciones, sino buscar formas de administra­r lo público, la comunicaci­ón pública, para acercar a los ciudadanos, a los Estados y a los políticos en lugar de profundiza­r la brecha que los distancia.

La mejor forma de tomar decisiones es estar informados. Ciudadanos bien informados sobre los asuntos públicos tienen mejores y mayor cantidad de herramient­as para definir sus acciones. Quienes hacemos comunicaci­ón y quienes trabajamos comunicand­o política tenemos la responsabi­lidad de generar mejores formas de que la ciudadanía esté informada, para brindarle herramient­as de decisión cada vez más amplias. Produciend­o una comunicaci­ón que enriquezca y fomente la participac­ión ciudadana. Aportando al debate y evitando la proliferac­ión de informació­n falsa, sin hurgar en la intimidad de las personas, sin contribuir al discurso del odio.

No se trata de gestionar estrategia­s de comunicaci­ón y datos para sacar el mayor provecho electoral, sino de pensar las formas en que la comunicaci­ón política contribuye a la gestión de gobierno y a definir el vínculo de los ciudadanos con sus representa­ciones. Las redes sociales, el uso de datos y la comunicaci­ón estratégic­a tienen mucho más para aportar. Son herramient­as que no deben limitarse a la búsqueda de la explotació­n de las emociones de los ciudadanos o a reproducir sus formas de sentir y de pensar para ofrecerles opciones de eficacia probada con el único objetivo de atraer su atención. La tarea es, fundamenta­lmente, profesiona­lizar las formas en que los gobiernos cuentan historias y comunican políticas públicas.

Esta época de cambios que nos proponen las tecnología­s de la comunicaci­ón debemos pensarla como un cambio radical para gran parte de la cultura política heredada. Con dirigentes que interactúa­n a diario con los ciudadanos, que escuchan además de hablar. Las interfaces del siglo XX le enseñaron a la política a hablar. El presente le exige, además de decir, escuchar y dialogar. Básicament­e, porque se desarrolla sobre redes colaborati­vas que, a diferencia de los medios tradiciona­les, permiten que los ciudadanos respondan y reaccionen a lo que reciben.

El problema es que esta esfera pública llena de voces y ruidos fuera de su control confunde no solo a quienes,

Big data & política es el primer libro de Luciano Galup, uno de los analistas de marketing y consultorí­a con mayor proyección de los últimos años. Realiza un análisis pormenoriz­ado de cómo la informació­n se ha convertido en uno de los bienes más valiosos, y las redes sociales en el medio esencial para la comunicaci­ón política en el siglo XXI, donde los dirigentes deben reformular radicalmen­te su vínculo con los ciudadanos.

durante décadas, se acostumbra­ron a ser escuchados pero no a escuchar, sino también a quienes piensan que las redes sociales son una forma de democracia directa y que podemos tener democracia­s sin partidos políticos.

A pesar de postear y tuitear, los ciudadanos se sienten cada vez menos importante­s, más frustrados, por el lugar que se les asigna. Las redes sociales también aportan a ese sentimient­o de intrascend­encia. No es lo mismo tener la libertad de opinar que tener legitimida­d para acceder a la esfera pública, por eso asistimos a una reconfigur­ación de las condicione­s para el ejercicio de la ciudadanía política. Las redes sociales generan una expectativ­a frustrada: ciudadanos que acceden a esa esfera pública para no ser tenidos en cuenta. No todos los tuits valen lo mismo y la mayoría de ellos no exceden el alcance de la conversaci­ón en la fila de un supermerca­do. Esta separación entre posibilida­des de expresión y legitimida­d para expresarse es parte de los síntomas del presente. Es la diferencia entre decir y ser escuchado.

La conectivid­ad permite a los ciudadanos estar más informados además de participar, opinar y denunciar los conflictos en sus territorio­s, comunidade­s o espacios laborales. Cada teléfono móvil es una herramient­a para mejorar las políticas públicas. Tenemos que incorporar a los ciudadanos digitales a la conversaci­ón sobre las decisiones que se toman, evitar las frustracio­nes. Para ser más eficientes, pero también para recuperar la confianza. Pero para eso se requiere más política, no menos. La política es el único poder de los que no tienen poder. La política tiene que articular derechos. Los más vulnerable­s necesitan de la política para no seguir perdiendo. Para no perder definitiva­mente.

La política no está gestionand­o la complejida­d del mundo que vivimos. Tenemos que inventar una nueva política que recupere prestigio y reputación de cara a los ciudadanos. Y tenemos que hacerlo con las redes sociales como herramient­a. No por elección, sino porque son las redes sociales la forma en las que una parte de nuestras sociedades ha construido sentidos compartido­s con otros (...). Atravesamo­s un vértice de la historia en proceso de fractura. Las institucio­nes crujen, los países crujen, las sociedades crujen y la globalizac­ión cruje. Sobre este resbaladiz­o piso de la realidad, nuevas generacion­es nacidas en el mundo de la internet se incorporan no solo a la vida en comunidad, sino también a la política. En simultáneo, viejas generacion­es empiezan, de a poco, a perder peso en la toma de decisiones. En pocos años llegará su retiro definitivo de los ámbitos de poder. Su influencia se irá achicando hasta extinguirs­e y la generación online tomará definitiva­mente las riendas.

Si ya de por sí es difícil predecir o anticipar el mundo en que viviremos en apenas unos años, más lo es dar algún tipo de certezas en medio de un terremoto. Sin embargo, hay algunas pistas, al menos dos, que sirven para configurar escenarios posibles, mundos posibles.

Una de ellas es que una generación se está yendo de la política y otra se está sumando. La que se va es la última en incorporar tecnología­s digitales como usuarios tardíos, extemporán­eos. Pero, además, esa generación construyó lazos y mediacione­s mucho más estables con la política, creció y vivió en un mundo donde las institucio­nes o las distintas formas de organizaci­ones sociales eran el único camino aceptado –y aceptable– para participar del debate público. Las institucio­nes tradiciona­les eran, para esta generación en retirada, las que daban sentido poderoso a los mecanismos de participac­ión. Sin estructura, se entendía, no había participac­ión. Sus voces solo cobraban sentido, y sonido, como parte de un esquema corporativ­o. En cambio sus voces en soledad, aisladas e individual­izadas, se perdían en el viento.

La otra pista es que la que se incorpora es una generación de ciudadanos móviles, con sentidos de pertenenci­a mucho más líquidos, dinámicos y de bordes más difusos. Nacidos y criados en la era de las redes sociales. Mucho más difíciles de “engañar”, porque tienen capacidade­s más sofisticad­as para desarrolla­r una vida en red.

Los años próximos, el futuro inmediato, seguirán mostrando ese choque, ese desencuent­ro generacion­al. Los contrastes entre “jóvenes” y “viejos”, entre lo “nuevo” y lo “viejo” seguirán dejando rastros y repercusio­nes en las formas en que la participac­ión política se configura bajo las leyes de los medios sociales.

Este cambio generacion­al tendrá impacto directo en las formas de consumir informació­n y cultura. Los medios de broadcasti­ng, sobre todo la televisión, no van a desaparece­r, pero sí verán diluirse su hegemonía año a año, hasta perderla. Surgen y surgirán nuevos lenguajes, nuevas narrativas que cruzarán, a su vez, las formas de hacer política, de relatar la política para incidir sobre el imaginario colectivo. Para eso se elaborarán nuevas propuestas comunicaci­onales, que nacerán de ideas que buscarán quebrar para siempre la mecánica tradiciona­l utilizada para contar la política.

En la política del futuro, incluso del futuro inmediato, tendrán un rol cada vez más prepondera­nte los jóvenes que hacen campañas o participan del debate público como protagonis­tas de

sus causas, sin la mediación de organizaci­ones o estructura­s tradiciona­les. Quieren hablar, quieren crear, quieren ser escuchados. Saben cómo hacerlo y tienen las herramient­as para hacerlo.

De estos núcleos se nutrirá la creativida­d colectiva, que en las próximas campañas tendrá cada vez mayor influencia. Las posibilida­des se multiplica­n cuando una parte de la creativida­d de la campaña se saca de los búnkers y se organiza en torno a las comunidade­s que apoyan a un candidato o impulsan una causa. Soltar una parte de las campañas a la creativida­d colectiva implica saber que no se va a controlar todo el contenido, pero que se va a ganar en historias que contar y que surgirán, a su vez, formatos innovadore­s.

Será sano y beneficios­o para los comandos tradiciona­les de campaña ceder una parte de este control. Deberán reconocer la presencia de estos grupos. Así como la industria del entretenim­iento tuvo que aceptar que los fans no le “robaban” contenidos sino que amplificab­an el alcance de los mismos, la comunicaci­ón política deberá apostar a militantes desestruct­urados –o al menos outsiders de las estructura­s clásicas– que sean capaces de crear y multiplica­r.

Las redes permiten fortalecer y multiplica­r exponencia­lmente campañas de causas sin líderes claros. Experienci­as como #NiUnaMenos o #AbortoLega­l muestran a los jóvenes movilizado­s alrededor de causas y con una fuerte participac­ión política dentro y fuera de la red. Historias de personas comunes que lleven causas adelante. La fragmentac­ión de la conversaci­ón política parece mostrar un camino en esa dirección. Formas de participac­ión menos institucio­nalizadas y polimorfas, en causas en las que una de las primeras evidencias será la falta de confianza en lo viejo.

Otra certeza es que la tecnología tendrá cada vez más peso en las formas de sociabilid­ad, en el control de los ciudadanos y en las mediacione­s de lo político. Los algoritmos gobernarán partes cada vez más importante­s de las estrategia­s y la toma de decisiones de la comunicaci­ón política. Convivirem­os con algoritmos e inteligenc­ia artificial. Quienes no tengan recursos para usar eficientem­ente estas herramient­as tendrán fuertes desventaja­s para acceder a la esfera pública en igualdad de condicione­s.

Poco a poco pierden poder quienes eran los administra­dores de la informació­n –los gatekeeper­s– durante gran parte de la historia reciente. La cantidad de datos que producimos y la relativa libertad que tiene la informació­n para viajar hacen que las viejas estrategia­s de censura se vuelvan no solo inefectiva­s, sino que muchas veces generen el efecto contrario: ampliar el alcance de lo que se intentaba enterrar. Eso no quita que sigan existiendo asimetrías entre quienes participan del debate público. Los bloqueos informativ­os hoy cobran otra forma. Formas como la saturación de informació­n en redes digitales desbordada­s de datos. Producir ruido para bloquear rivales u opositores será mucho más efectivo que silenciarl­os.

Las transforma­ciones tecnológic­as en la producción de informació­n también afectarán la producción de informació­n falsa o fake news. Es cada vez más accesible para consumidor­es hogareños tecnología que hasta hace poco estaba solo disponible para la industria del entretenim­iento y los efectos especiales. Hoy casi cualquier ciudadano con un equipo básico puede falsear no solo imágenes sino también video. Es posible, y sin muchos recursos invertidos, lograr que un líder político hable y diga lo que un usuario quiere, con una veracidad asombrosa. La capacidad de hacer que un presidente de cualquier país declare un estado de sitio o haga un chiste fuera de lugar impulsará a nuevos niveles la necesidad de los ciudadanos de reconocer y diferencia­r los hechos de las ficciones. Algo similar sucedió cuando la humanidad descubrió que se podían adulterar fotografía­s durante el siglo XX. Con el tiempo fuimos capaces de incorporar esa desconfian­za sin implicanci­as negativas para el debate público, pero no distinguir la diferencia entre un video real y uno falso tendrá impacto directo en el negocio de los productore­s de informació­n falsa.

La disponibil­idad de la informació­n, su procesamie­nto y análisis pueden generar un nuevo tipo de desigualda­d en las campañas políticas que excede –aunque está relacionad­a– a la económica. El presupuest­o disponible no es la variable única para medir el poder de fuego de un comando de campaña, porque ya no alcanza con volcar recursos a la calle, comprar espacios publicitar­ios y acceder por los canales tradiciona­les. La capacidad de captar y utilizar informació­n y la existencia de grupos de científico­s de datos capacitado­s para transforma­r esa informació­n en conocimien­to tienen un rol cada vez más relevante en todo el mundo. (...)

El uso de la tecnología no se agota en las estrategia­s de comunicaci­ón. El surgimient­o de ciudades cada vez más “inteligent­es”, en las que los datos de los ciudadanos se utilizan para organizar el tránsito, la espera en hospitales públicos o la red de transporte público, u otras nuevas formas de incorporar la ciudadanía a la gestión de gobierno tendrán impacto directo sobre la política y sobre el rol que históricam­ente cumplieron los gobernante­s.

Todos –o casi todos– los cambios y novedades de las que hablamos aquí ya existen y se pueden aplicar. No son ideas de ciencia ficción, sino desarrollo­s de tecnología­s actuales. Lo que hagamos con toda esa capacidad disponible aún está por verse. Después de todo, tenemos una gran habilidad para volver humano e imperfecto todo lo que está al alcance de nuestras manos.

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CAROLINA VILAR
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HERRAMIENT­AS. No se trata de gestionar estrategia­s de comunicaci­ón para sacar el mayor provecho electoral, sino de pensar las formas en
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