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Toda Similitud Con historias O Personajes Reales Es Pura Coincidencia.
Frases como ésta suelen anteceder la proyección de una película, no tanto para direccionar la interpretación del film, sino para deslindar de responsabilidades legales a los autores. Imbuido en el espíritu de este tipo de aclaraciones preliminares, en esta ocasión, debería expresar que: las pinturas en esta exhibición están basadas en fotografías de mis instalaciones. Los títulos de las películas (ficticias) no están asociados al concepto original de dichas obras. Estas pinturas al óleo son, de hecho, más bien retratos del proceso creativo en sí: el acto de elaborar algo nuevo, de contar una historia diferente, de pintar una cosa encima de otra. Mi trabajo no suele ser autorreferencial y tampoco (creo) que mi obra señale mucho sobre mi vida personal, pero, mientras me preparaba para Liminal (una muestra antológica en Malba, la más ambiciosa que he realizado en Argentina), me encontré pensando en la adolescencia y el caldo que me supo cultivar.
Fue en la casa del barrio de Florida primero y Belgrano después, que miré miles de películas en VHS. Las películas ambientaron su paisaje real, como una escenografía, en la que vivían Hitchcock, Woody Allen, Allan Parker, Sam Peckinpah, Coppola, los hermanos Coen, Antonioni, Chaplin, Visconti, Fritz Lang. Dentro del cine no había límite, solo experiencia en la que me sumergía al regresar del colegio. En los años 80 comenzaron a abrir en Buenos Aires los videoclubes. Recuerdo estar de pie delante de las cajas de VHS que se perfilaban en grandes estanterías: mis ojos recorrían las tapas y sus títulos durante largo tiempo (…) Fue también en un video club, a los 13 o 14 años, que sentí creerme al borde de un gran descubrimiento (un poco como Tim Robbins con su hula-hula en El gran salto)y empecé mi propia pyme al inaugurar el servicio de delivery para el video club de mi barrio. “No hace falta que me paguen”, les dije a los dueños, “con las propinas de los clientes me alcanza”. Pedaleaba por toda Florida con casetes VHS en la mochila pero, al poco tiempo, otros habían tenido la misma idea, aunque incorporaban el valor del delivery en el precio del alquiler y, cada vez, las propinas fueron menores. Por último, tuve un accidente menor con la bicicleta y mis padres me prohibieron continuar con mi empresa. Entonces volví a la espiral hipnótica de ver y aprender. El artista escocés Andy Goldsworthy ha dicho que su escuela de arte no fue la academia sino la playa. La mía fue la videocasetera.
Cuando no estaba mirando películas, pintaba al óleo. Me tomaba muy en serio esa actividad, me encantaba y pensaba dedicar mi vida a la pintura. A los 15 años, me consideraba un artista profesional y, más específicamente, un pintor. Hoy me da un poco de vergüenza recordar el arte que produje y mis ideas al respecto, de la misma manera que la adolescencia en sí es vergonzosa, afiebrada y explosiva (…)
Justo cuando mi familia cambió Florida por Belgrano, llegó el DVD con sus cajitas delgadas y elegantes, relegando los torpes casetes VHS y sus ruedas de plástico al olvido. Los video clubes empezaron a rifarlos y mi padre, un gran cinéfilo, los empezó a comprar para así terminar con una videoteca personal de más de mil títulos. Próximamente ofrece una pequeña réplica de nuestra colección, la que nutrió mi soledad durante años. Cuando empecé a desarrollar esta muestra, mi padre confesó que había tirado toda su colección unos días antes. “Y sí”, me dijo, “me harté y pedí un volquete”. Más de mil películas a la basura. Solo en el cine se podrían cruzar tan de cerca el acto de destruir y el de preservar”. n