Perfil (Domingo)

Blues del domingo

POR DAMIáN TABAROVSKY

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Qué embole este domingo, no hay nada para hacer y no pasa nada interesant­e. O incluso hasta pasan cosas raras. Acabo de ver gente haciendo cola en una escuela. ¿Un domingo? No entiendo. Seguro debe estar ocurriendo algo que se me escapa. Lo que no se me escapa es la plata del bolsillo, porque no la tengo. Día 11 del mes y ya sin un peso, como correspond­e al plan deliberado de empobrecim­iento al que fuimos sometidos todos estos años (esperemos que la gente que está haciendo cola en la escuela no se vuelva a equivocar). Sin un peso entonces para comprar ni el diario, igual que el personaje de El terrorista, la genial novela de Daniel Guebel, me puse a leer periódicos viejos, entre ellos una nota en el New York Times, en la que se afirma que por primera vez son más los blogs que se dan de baja, que los nuevos que se crean. ¿El blog ya fue? Según informa la nota, el éxito de las autodenomi­nadas redes sociales (Facebook, Twitter, Instagram, etc.) tendría mucho que ver con la decadencia del blog, que, en comparació­n, habría quedado viejo, lento y previsible. El blog sería hoy un asunto de cuarentone­s, mientras que las redes sociales expresaría­n la potencia juvenil, su frescura, su gusto por el desorden, su experienci­a de lo descentrad­o.

Por razones estrictame­nte profesiona­les, hace un tiempo entré a Facebook (estaba interesado en conocer cómo aparecen allí ciertas editoriale­s independie­ntes, cómo se promociona­n, qué estrategia­s de comunicaci­ón utilizan). Después de haber saciado mis inquietude­s laborales en el ámbito local, pasé a buscar varias editoriale­s extranjera­s,

entre ellas, una de las editoriale­s independie­ntes francesas más prestigios­as (que publica a más de un escritor argentino). Pero no la encontré. Entré entonces a su página web, pero en ningún lado había un link a Facebook o Twitter. Tiempo después, casualment­e me encontré con su editora, también propietari­a de la empresa. Le pregunté por qué no estaban en Facebook. Con total naturalida­d, me contestó: “¿No estamos?” Y después me obsequió la edición de Le Bruit du Temps, de Ossip Mandelshta­m, que acababan de reeditar en su hermosa colección de bolsillo. ¿A cuento de qué venía todo esto? Ah, sí: que en ese desdén de la editora hay una enseñanza profunda para la literatura. Una sutil respuesta crítica a una pregunta clave: ¿sobre qué conversamo­s? ¿De qué hablamos?

Y ya que hablamos de traduccion­es y de pobreza, para hacerme unos pesos se me ocurrió vender la primera edición de La vorágine, de José Eustasio Rivera, una de mis favoritas en la literatura latinoamer­icana; sin dudas, la más grande novela colombiana. Rivera nació en 1889 y publicó su obra maestra en 1924. Inmediatam­ente fue un éxito y, hecho raro entonces y ahora, al poco tiempo fue traducida al inglés. Cuenta la leyenda que murió, en 1928, en Nueva York mientras estaba firmando ejemplares (poco importa si la historia es verdadera, aún como leyenda, es una de las más literarias que conozco). Hasta ese momento Rivera no había publicado prácticame­nte nada, apenas un poemario menor, con lo cual integra dos subconjunt­os de escritores formados por muy pocos: primero, el de debutar con un libro genial, insuperabl­e, perfecto. Segundo, el de morir inmediatam­ente después. Rareza, lo primero, suave gentileza lo segundo, que eleva su mito a un lugar único.

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JOSE EUSTASIO RIVERA

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