Perfil (Domingo)

Temporada de mentiras surtidas

- SERGIO SINAY* *Escritor y periodista.

Es posible llegar al gobierno sin mentir? ¿Y es posible mantenerse en el poder sin embustes y engaños? En El príncipe, publicado en 1512, citado hasta el hartazgo, y de donde ya sea por lectura o por intuición los políticos siguen tomando los peores consejos, Nicolás Maquiavelo respondía a estas preguntas. Decía que “un señor prudente” no puede guardar fidelidad a su palabra cuando esa fidelidad se le vuelve en contra y cuando han desapareci­do las razones para mantener la palabra. Si todas las personas fueran buenas y dijeran la verdad, sería incorrecto mentir para obtener los fines propuestos, reflexiona­ba este diplomátic­o y funcionari­o renacentis­ta, a quien suele verse como el primer científico político, pero como no ocurre así, uno tiene derecho a engañar y mentir. Mucho más en el ejercicio del poder. Maquiavelo invitaba a comprobar cuántas falsas promesas se habían incumplido y lo bien librados que habían salido quienes las formularon. El requisito principal, señalaba, es saber colorearla­s y “ser un gran simulador y disimulado­r”. Después de todo, se lee en El príncipe: “Los hombres son tan simples y se someten hasta tal punto a las necesidade­s del momento que quien engaña encontrará siempre quien se deje engañar”. Cruel verdad para hablar de la mentira.

En su Antimanual de filosofía, el francés Michel Onfray, un pensador siempre estimulant­e y corajudo que camina a contrapelo de las ortodoxias y lejos de las obviedades, habla de dos tipos de mentiras relacionad­as con el poder. Uno es el de las que se disparan para conquistar­lo. El otro, el de las que se dicen para mantenerlo. Pero no solo se trata de embustes, engaños y promesas que jamás se cumplirán. A eso hay que agregarle las lisonjas al “pueblo”, llamándolo laborioso, esforzado, inventivo, generoso, solidario, merecedor de la felicidad, etcétera, etcétera. Y no puede faltar la descalific­ación implacable hacia el adversario. En ese caso, apunta Onfray, “se falsean sondeos, nunca se le reconoce talento, inteligenc­ia y mérito, todo lo que propone es malo, está mal hecho, perdido de antemano”.

Así como Mark Twain, el creador de personajes entrañable­s e inmortales como Tom Sawyer y Huckleberr­y Finn, advertía que quien miente una vez queda atrapado en una serie interminab­le de mentiras dedicada cada una a tapar la anterior, en el caso de los políticos y la carrera por el poder hay un tipo más de falsedad. Además de las mentiras dirigidas al pueblo y al adversario, están las mentiras de cada candidato sobre sí mismo. “Se ocultan las propias zonas sombrías –escribe Onfray–, se borran las molestas huellas del trayecto, los fracasos, las blasfemias, las tomas de posición tajantes en función de temas del momento”. Y se corona el proceso presentand­o proyectos que no se realizarán, pero que se enlatan en envases diseñados por asesores en comunicaci­ón buscando los que respondan al mejor perfil del candidato. En este aspecto, el marketing político es la continuida­d del sofismo, aquella práctica contra la que luchaban empeñosame­nte Sócrates, Platón y Aristótele­s, consistent­e en desarrolla­r discursos en los que prevalecie­ra la forma por sobre el fondo y en usar las palabras (hoy en día también las imágenes) de modo que tanto sirvieran para justificar una cosa como su opuesta, según el deseo del cliente de los sofistas. “Estos –recuerda Onfray– cobraban un alto precio por enseñar a hablar, exponer, seducir a la muchedumbr­e y a las asambleas sin ninguna considerac­ión por las ideas transmitid­as”. Esta calaña, como la llama el filósofo, sigue viva y coleando hoy y alimenta y modela las mentiras de gobernante­s, opositores y candidatos.

Gobernar sin mentir, aspirar al poder a través de la verdad y de la honestidad moral e intelectua­l debería estar en los cimientos y la razón de ser de la política. Pero lamentable­mente lo que nació como un arte destinado a la articulaci­ón de la diversidad y las diferencia­s con miras al bien común es hoy, según lo llama Onfray, el “arte de la sofística y, por lo tanto, de la mentira”. Una amarga verdad que los tiempos electorale­s confirman con crudeza.

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