Perfil (Domingo)

VEJAMEN ODONTOLOGI­CO

- Christian Camblor

Poco se habla de la serie de vejámenes que atravesamo­s cuando vamos al dentista. Para empezar, ya es bastante duro estar con la boca abierta más de tres minutos. Pero eso es sólo el comienzo. Para que no nos duela lo que nos van a hacer, nos aplican anestesia con un pinchazo que duele nueve veces más que lo que nos iban a hacer. Es como entrar a la cancha y que nos peguen varios pelotazos en el bajo vientre. Ya nada peor nos puede pasar. Pero la cosa sigue. El profesiona­l en cuestión, haciendo un alarde de sadismo, ¡nos habla! Es decir: plantea una suerte de charla, en la que no podemos intervenir. Tenemos en la boca una gasa, un tubito, más un torno, más una anestesia máxilo-facial, y pretende que emitamos algún sonido, que no sea de ahogo. Parece una joda con la asistente, que sale y entra con el instrument­al, y a veces nos mira, no sabemos si buscando aprender, o con lástima hacia nuestra persona. Mencioné el torno, y es el punto más alto de toda esta tortura. Se acerca esa arma, y rezamos que la anestesia haya surtido efecto. El ruido ya duele. Es como si estuvieran perforando la vereda, sólo que en vez de vereda, es nuestra carcomida muela. Por fin nos dicen que todo concluyó. Pongamos que sobrevivim­os a esta dramática sesión y nos paramos, incluso por nuestros propios medios. El/la dentista nos pide que firmemos en algún lado, y que no comamos en las próximas horas. Una dieta de prepo, como si fuera poco. Saludamos con nuestro medio rostro en condicione­s de moverse, y salimos con lo que queda de nuestra dignidad. Pero la racha sigue: segurament­e a las dos cuadras nos cruzamos con algún conocido imposible de no saludar, y le dejamos la idea de que venimos de ponernos bótox. En fin, cepíllense los dientes, es mi sano consejo.

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