Interpersonales.
normativos, cualquier acercamiento a la idea de “igualdad sustantiva” –asociada a lo que T.H. Marshall denominó “derechos sociales”– ha supuesto un enfrentamiento por definir los límites de la igualdad y las consecuencias de la desigualdad. Durante gran parte del siglo XX hubo experiencias históricas y regímenes políticos que encarnaron de manera muy distinta este debate. Hasta el día de hoy, el propio concepto de desigualdad dista del consenso: su definición y los diagnósticos y propuestas de acción que se desprenden de ella siguen siendo materia de discusión.
En primer término, la discusión sobre las desigualdades y sus características conduce rápidamente a la pregunta por los ideales de justicia sobre los cuales están operando (o no) instituciones como el mercado laboral, el sistema judicial, la familia o las políticas sociales. Remite al debate sobre la justa repartición de los bienes y cargas que la sociedad asigna a las personas, y sobre la calidad de las razones que justifican
privilegios de cuna versus mérito. El hecho de que siempre sea posible complejizar los puntos en disputa dificulta la búsqueda de acuerdos mínimos sobre los cuales avanzar. En tercer lugar, la pregunta por la desigualdad genera tensiones sociales siempre que se enfrenta a la resistencia casi inevitable de aquellos más favorecidos por el statu quo. En muchos casos, las acciones que apuntan a la reducción de las desigualdades implican la contracción de ventajas y privilegios institucionalizados. Sea porque coartan la posibilidad de excluir a otros, porque dificultan el acaparamiento de oportunidades, o porque impiden explotar o abusar de personas pertenecientes a grupos menos favorecidos, los grupos minoritarios que se benefician de privilegios, vacíos legales o tradiciones que justifican la exclusión y el demérito siempre oponen resistencia a las acciones igualadoras. Estas resistencias pueden tomar la forma de acciones políticas directas, pero incluyen también una disputa intelectual respecto de qué se entiende por desigualdad, de cómo se debe leer la realidad a partir de dicha definición y de la pertinencia y factibilidad de actuar para generar cambios distributivos.
Finalmente, la necesidad de reducir las desigualdades es un tema en litigio siempre que entra en conflicto con otros objetivos sociales tanto o más válidos. Qué objetivo social es más importante en un momento y lugar es siempre motivo de controversia. Es habitual, por ejemplo, que quienes no creen necesario reducir la desigualdad argumenten que los esfuerzos por disminuirla afectarían el crecimiento económico, al que atribuyen mayor prioridad. En principio, este tipo de discusiones debiera dirimirse con evidencia empírica, pero es muy difícil demostrar causalidad en estas materias, por lo que la discusión es siempre política en última instancia. Por ello, la pregunta por el papel que debiese tener el Estado en el diseño y aplicación de políticas públicas para reducir la desigualdad, o en propiciar modelos de desarrollo más inclusivos, despierta todo tipo de reacciones a favor y en contra.
Los logros obtenidos por algunos países desarrollados muestran que es posible conciliar bienes sociales que a veces son presentados como antagónicos. Así ocurre con la disyuntiva entre igualdad y libertad, o entre la reducción de la pobreza versus la disminución de la desigualdad. En ambos casos la evidencia muestra que son objetivos sociales que es posible conciliar (...)
¿Qué es la desigualdad política?
es que su política también lo sea (Beramendi y Anderson, 2008). Para efectos de este trabajo, la desigualdad política se entiende como las diferencias en la influencia de distintos actores sobre las decisiones tomadas por los cuerpos políticos, que se explican por factores socioeconómicos. Es un concepto más amplio que las brechas observadas en la contienda electoral, pues en las democracias modernas la influencia real sobre las decisiones públicas va más allá de dicho espacio.
Ahora bien, que todas las personas sean iguales en el plano de la política formal es indispensable, pero insuficiente. Se requiere también que tengan igual capacidad de participar en los procesos políticos y de influir en sus resultados. No basta con la sola declaración de igualdad o con que no haya trabas explícitas para participar en la toma de decisiones: deben existir mecanismos para impedir que las grandes diferencias de recursos –traducidas en poder político– erosionen el principio de igualdad democrática y el funcionamiento de sus instituciones.
Democracia, desigualdad e influencia política
Impedir que las desigualdades socioeconómicas distorsionen el principio de igualdad política requiere de mecanismos formales que garanticen el ejercicio de derechos de todos los ciudadanos y que permitan que sus intereses y necesidades sean debidamente representados en los espacios de toma de decisiones. Estos mecanismos incluyen la elección de autoridades en elecciones abiertas, libres y limpias; el sufragio universal; la libertad de expresión, asociación y protesta; el acceso a múltiples fuentes de información; el respeto por la institucionalidad y la separación de poderes del Estado.
En Chile existen sesgos y carencias tanto en la institucionalidad formal como en las capacidades de los ciudadanos. Desde el retorno de la democracia, los mecanismos formales de representación han sufrido una serie de distorsiones que han significado que algunos sectores políticos estén sobrerrepresentados, que otros –minoritarios– tengan capacidad de veto y que otros más hayan quedado sistemáticamente excluidos. El informe del PNUD Auditoría a la democracia plantea: Existen deficiencias en el diseño institucional y en el marco normativo que generan un conjunto de incentivos que afectan los resultados de representación que tienden a reproducir desigualdad y exclusión. Las mujeres, los jóvenes, las personas de regiones y quienes pertenecen a pueblos indígenas están subrepresentados en instituciones formales de representación u otras que juegan un rol ejecutivo pero que inciden fuertemente en las decisiones públicas.
La manera en que se estructuran los espacios de poder político y económico, como los directorios de empresas públicas, los consejos directivos de órganos autónomos del Estado y los cargos de alta dirección pública, también sigue la lógica de representación exclusiva. Más aun, durante las últimas dos décadas en el país han sido el sistema electoral binominal, los quórums supramayoritarios y el Tribunal Constitucional los que han determinado en buena medida quiénes tienen mayor poder en la toma de decisiones políticas. En la práctica, la institucionalidad ha permitido que numerosas iniciativas que contaban con amplio apoyo de la ciudadanía –e incluso con mayoría en el Congreso– tardaran años en ver la luz o se implementaran en formatos alejados de las demandas sociales a las que originalmente respondían. Por otra parte, y más allá de estos sesgos institucionales, en Chile se observan grandes diferencias en la capacidad real de distintos grupos de ejercer sus derechos de ciudadanía, lo que vulnera el principio de igualdad. El ejercicio de estos derechos es condición básica para que el gobierno y la toma de decisiones políticas radiquen efectivamente en la voluntad de los ciudadanos. Pese a que están razonablemente garantizados los derechos civiles fundamentales (asociación y reunión, libre circulación, libertad de expresión, entre otros), hay focos de preocupación: la libertad de expresión encuentra un límite en la falta de pluralismo fruto de la concentración de la propiedad de medios, la libertad de reunión se enfrenta en ocasiones con la represión de manifestaciones, la presencia de mujeres en cargos de elección y toma de decisiones del Estado sigue siendo minoritaria, no existen mecanismos formales de representación para los pueblos indígenas, y en general los más pobres tienen dificultades para ejercer de manera plena sus derechos de ciudadanía.