Herencias y desafíos
Las grandes derrotas en el ámbito cultural argentino son puntuales y de largo alcance; instituciones desatendidas, mal administradas o que sufrieron recortes que durante los últimos años impidieron o dificultaron su desarrollo o la prosecución de sus proyectos. Un rápido paneo obliga a reconsiderar qué recursos y proyectos serán tenidos en cuenta en el futuro, tenga éste el signo político que tenga.
Nada que no sea una donación parece estar al alcance de la Biblioteca Nacional
Uno de los tantos desafíos que le espera al próximo gobierno, sea del signo político que fuere, es el de hacer frente a la crisis que viene atravesando el sector cultural desde hace algunos años, y en especial desde el 2018, cuando la devaluación de la moneda empezó a reflejarse en algunos indicadores de los que cuesta encontrar un precedente cercano.
En lo que respecta a la industria del libro, y según el último informe anual de la CAL, la variable tal vez más sintomática de la salud del sector tuvo una caída alarmante: si en el 2015 se imprimieron 84 millones de ejemplares, tres años después ese número se redujo casi a la mitad: 43 millones, lo que significa que la tirada promedio de las editoriales bajó de tres mil a mil seiscientos. A esto hay que sumarle, entre otras cosas, el cierre cada vez más frecuente de librerías que no han podido resistir a la suba de los servicios –varios libreros cuentan que tuvieron que recurrir a la venta online, con la precarización laboral que eso implica– o los más de cinco mil despidos que se registraron en la industria gráfica, según un relevamiento de Faiga (Federación Argentina de la Industria Gráfica y Afines).
Por supuesto, toda esta situación se puede explicar en su mayor parte por la recesión económica y la caída del mercado interno, pero hay muchos actores de esta industria que también fueron afectados por algunas políticas culturales que adoptó la ahora Secretaría de Cultura. Una de ellas es la apertura de las importaciones, a través de la derogación de la resolución 453, que establecía un control de plomo en tinta. Por entonces –principios de 2016–, el argumento oficial era que esto iba a favorecer la bibliodiversidad; muchos editores, por el contrario, advertían que la apertura iba a favorecer la entrada de libros a precio de saldo y que eso los volvería menos competitivos, además de quitarles visibilidad en los escaparates, cosa que en efecto terminó sucediendo.
Otra de las decisiones que también perjudicó a una parte considerable de la industria fue la de haber suspendido las compras estatales de libros de literatura –sin dudas una de las variables que explicó el crecimiento de muchas editoriales durante varios años–, tanto por parte del Ministerio de Educación como de la Secretaría de Cultura, cuyo presupuesto para la Conabip (Comisión Nacional de Bibliotecas
Populares) fue ajustándose año tras año, como ocurrió también en otras áreas u organismos descentralizados, entre ellos la Biblioteca Nacional. Allí el actual secretario de Cultura llegó con la idea de “despolitizar” y también de evitar gastos superfluos. En ese sentido, en sus primeras declaraciones a la prensa calificó a las ediciones facsimilares como un “disparate carísimo” y afirmó que el patrimonio cultural –que asumimos que incluye también el patrimonio bibliográfico– “debía aprender a ganarse la vida”.
Alberto Manguel, en este contexto, se adaptó como pudo. Llegó luego de que Elsa Barber, como directora interina, firmara trescientos despidos –este año se produjeron varios más, pese a que había asegurado que prefería renunciar antes de volver a hacerlo– y entre aquello de lo que se puede jactar, se puede mencionar la adquisición de la biblioteca de Bioy Casares, o la incorporación de software de Microsoft para continuar con el proceso de digitalización. Desde luego, en ambos casos se trató de donaciones, ya que el presupuesto de la Biblioteca, según confesó el ex director poco antes de renunciar, no le alcanzaba “ni para comprar un grano de café”. Por eso varias veces también tuvo que rechazar la adquisición de manuscritos que le hubiera gustado incorporar al acervo, y que eran relativamente baratos. En cierto modo, nada que no fuera una donación parecía estar a su alcance. Durante su gestión ni siquiera pudo cumplir el sueño de reinaugurar la biblioteca de la calle México, donde alguna vez trabajó Borges. Si bien la Secretaría de Cultura se había comprometido a no suspender obras públicas que ya estaban en marcha, hoy la restauración del edificio depende del financiamiento privado que están intentando conseguir quienes llevan adelante el Centro Borges.
El panorama de lo que le espera a la próxima gestión, sea cual fuera, se completa entre otras cosas con la delicada situación que viene atravesando el Incaa (Instituto Nacional de Cine y Artes Visuales) a partir de las denuncias por corrupción, por suspensión de créditos y por subejecución del presupuesto; el cierre del Ballet Nacional de Danza, que estaba a cargo de Iñaki Urlezaga; la falta de mantenimiento edilicio que están denunciando desde varias instituciones; y el drama de la Orquesta Sinfónica Nacional, cuyos miembros vienen reclamando que la Secretaría les asigne la partida adicional de 500 millones de pesos que el Congreso aprobó un año atrás (al día de hoy, hay quince músicos que ya renunciaron).