Todas las voces todas
Después de la derrota, el enojo quedó pegado en la piel y en el aire que se respiraba, pero el desconcierto inicial, poco a poco, fue dejando lugar a la política. Cristina y Néstor aseguraban que lo sucedido durante el conflicto con las entidades rurales se explicaba, en gran parte, por el rol que habían jugado los medios de comunicación, poniendo especial énfasis en el Grupo Clarín, principalmente con TN, Canal 13 y Radio Mitre.
El balance político para el Gobierno mostraba numerosas pérdidas: se había alejado una figura relevante hasta ese momento como era el jefe de Gabinete de Ministros, Alberto Fernández, que había sido la cara visible y el vocero de las decisiones desde el inicio del gobierno de Néstor Kirchner. Unos meses antes ya había renunciado el firmante de la Resolución 125, el ex ministro de Economía, Martín Lousteau, y también habían tomado distancia varios diputados y senadores, entre los que se encontraban ex gobernadores como Felipe Solá, Rubén Marín y Carlos Reutemann. Todos ellos habían negado su voto al Gobierno y se habían mostrado favorables a las demandas del sector agropecuario.
La imagen de Cristina en las encuestas mostraba un marcado retroceso y el Grupo Clarín, que había transitado el gobierno de Néstor Kirchner y el proceso electoral de Cristina con un trato cuidadoso y condescendiente, había producido un giro vertiginoso en su línea editorial hacia una virulenta oposición que los ataques verbales de Cristina y Néstor exacerbaban.
Si bien es cierto que las numerosas reuniones para discutir los contenidos de una nueva Ley de Radiodifusión se iniciaron a los pocos días del conflicto con las entidades rurales, ese debate se mantuvo abierto durante más de un año y también se mantuvo en suspenso la remisión de la ley respectiva al Congreso, lo que solo se efectivizó luego de la derrota electoral del oficialismo en 2009.
El Gobierno siempre dijo pública
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mente que ese año transcurrido entre el inicio de la discusión y el envío del proyecto al Parlamento se justificó por la necesidad de garantizar un debate público, federal y participativo de los contenidos de una ley tan importante para la sociedad. Podría tratarse de un argumento sólido si el Gobierno hubiese tenido la misma actitud dialoguista para aplicar políticas públicas en temas de importancia institucional y social. Pero no lo hizo con la reforma judicial ni con el llamado “Memorándum de entendimiento” con Irán, ni con otras leyes de gran trascendencia para los argentinos, que fueron adoptadas sin buscar consensos previos y por la sola decisión de los votos oficialistas.
Finalmente Cristina presentó la “propuesta” para el proyecto de Ley de Radiodifusión en el Teatro Argentino de La Plata, el 18 de marzo de 2009, tres meses antes de las elecciones legislativas, sin enviar el proyecto al Parlamento, y dijo entonces que era necesario que se realizara un amplio debate social. Es posible que, luego de la derrota electoral de 2009, simbolizada principalmente en la provincia de Buenos Aires, donde Francisco De Narváez se impuso por un escaso margen a la candidatura de Néstor Kirchner, el Gobierno haya evaluado que el único camino que podía recorrer era obtener la sanción de la ley y quitarle al Grupo Clarín una tajada importante de poder y de capacidad de incidir en la opinión pública.
En cualquiera de los casos, el proyecto de Ley de Medios Audiovisuales fue enviado el Parlamento en agosto de 2009, dos meses después de la derrota electoral oficialista. Con la discusión pública sobre la Ley de Medios, el Gobierno logró poner en duda el status de veracidad e independencia que gran parte de la sociedad le reconocía hasta entonces a la palabra publicada. La información escrita en un diario o difundida por una emisora de radio o un canal de TV perdió, desde ese debate, el carácter indubitable del que gozaba y ya no fue considerada como un producto “objetivo” del periodista o del medio. Los ciudadanos se encontraron ante el desafío de interpretar las noticias y la información en forma más contextualizada. Esto fue un aspecto muy positivo y constituye, a mi juicio, una conquista para el pensamiento crítico, a la vez que disminuye el enorme poder de los propietarios de los grandes medios de comunicación.
Pero la Ley de Medios, que había tenido su génesis en el brutal enfrentamiento entre el Gobierno y el Grupo Clarín no pudo desprenderse de esa marca de nacimiento que determinó, en gran parte, su derrotero.
Desde diversas vertientes oficialistas cada vez más cercanas al núcleo central del Gobierno, se fue abriendo paso una actitud hostil, de acusación y señalamiento a determinados periodistas según fuera el medio de comunicación en el que trabajaban. Poco a poco se fue creando la imagen de un “enemigo” que resultó funcional a la necesidad de externalizar determinadas culpas y de evitar dar explicaciones frente a incómodas acusaciones. Toda crítica y toda denuncia fue prolijamente desechada, invocando que se trataba de un producto de campañas de desprestigio orquestadas por ese “enemigo”.
Las fundamentadas y documentadas acusaciones sobre Amado Boudou en el affaire de Ciccone Calcográfica fueron respondidas por el funcionario y por quienes se solidarizan con él, invocando ese argumento; y lo mismo sucedió con las investigaciones sobre Lázaro Báez, principal beneficiario de los contratos de obra pública en la provincia de Santa Cruz y de no muy claras relaciones comerciales con el poder gubernamental. Poco a poco, los números sobre la inflación, la defraudación montada sobre el programa de viviendas Sueños Compartidos, el valor del dólar y cada resolución judicial adversa al Gobierno, fue sospechada de ser parte de la conspiración orquestada desde los medios hegemónicos.
Al mismo tiempo se construyó una red de medios públicos y privados cuya línea editorial responde con fidelidad al Gobierno, que se ocupó y se ocupa de dar difusión al discurso oficialista con muy escasos matices y con una profusa publicidad dedicada a enaltecer la figura de Cristina. Allí se utiliza una parte sustancial del espacio publicitario para defender las políticas del Gobierno, para atacar a opositores, para publicitar los programas de televisión de periodistas militantes del oficialismo y allí también acuden los funcionarios públicos que quieren desmentir alguna acusación, ante periodistas complacientes que no suelen incomodarlos con sus preguntas.
En estas emisoras y canales no se escuchan críticas al gobierno nacional y apenas se refleja en forma superficial y con escasísimo interés, alguna denuncia de mucho impacto público contra algún funcionario, que resulte imposible de obviar.
Los noticieros de la TV pública omitieron, por ejemplo, toda información sobre la marcha opositora del 8 de noviembre de 2012, que fue multitudinaria y convocó a miles de personas en numerosas ciudades del país. También lo hizo la Presidenta, quien, al día siguiente de esa protesta, dijo que en esa semana habían ocurrido dos hechos importantes y mencionó la reelección de Barack Obama y el Congreso del Partido Comunista Chino. Sus palabras pretendieron ser irónicas, pero solo arrojaban a la indiferencia y el ninguneo a los miles de personas que se habían lanzado a las calles a protestar y que, más allá de cualquier opinión crítica, incluida la mía, habían logrado un hecho político masivo, de amplia extensión territorial, que la Presidenta de la Nación no debía despreciar. No es excusa válida para justificar este tratamiento de los medios públicos alegar que las fuerzas de la oposición ya tienen suficientes espacios a los cuales acudir, como Clarín, La Nación, PERFIL, TN o Canal 13, entre otros que, efectivamente, siguen una línea editorial crítica al oficialismo.
El sistema de medios públicos no tiene como función ponerse a disposición del Gobierno, cualquiera sea éste, en las disputas políticas y electorales con la oposición ni tampoco equilibrar las audiencias que los medios privados, por muy críticos que sean, hayan logrado. Ese sistema está concebido para difundir información de interés público y para garantizar el acceso a una programación plural, cuyos contenidos atiendan a nuestra diversidad cultural y ayuden a fortalecer los valores democráticos sin atarse a los números del rating. Al menos, esto es lo que había prometido Cristina al presentar el proyecto de Ley de Medios Audiovisuales, al afirmar que lo que esperaba como resultado de esa ley era que “[…] cada uno aprenda a pensar por sí mismo y decida pensar, no como le marcan desde una radio, desde un canal, sino que, precisamente, pueda acceder a toda la información, a todas las voces… para que entonces, ese ciudadano pueda decidir a qué dios le quiere rezar, a qué partido puede ingresar, quién es el que no le gusta, quién es la que le gusta; en definitiva, yo creo que solamente podemos formar ciudadanos libres si esos ciudadanos tienen la posibilidad de formar su propio pensamiento”. Nótese el cambio de género que seguramente le dictó el inconsciente, al expresar las alternativas entre las cuales la gente puede elegir: “Quién es el que no le gusta, quién es la que le gusta”.
Meses más tarde reafirmaba esos objetivos al decir que la ley buscaba: “consagrar esa pluralidad, estos principios de que todos puedan ser escuchados, que la voz de todos y de todas pueda ser escuchada, la de los que nos gustan y la de los que no nos gustan; la de los que nos conviene y la de los que no nos convienen a cada uno de nosotros”.
Haz lo que yo digo, pero no lo que yo hago Cristina ha hecho muchos reclamos a los medios de comunicación y en particular a Clarín, para que no omitieran información acerca de las obras y los buenos resultados de la gestión de gobierno y que, en suma, no editaran la información con la intención de dañar su imagen. Convencida de que sería nin
El sistema de medios públicos no tiene como función ponerse a disposición del Gobierno